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CANTO A TERESA

Anochecía en los campos de olivares. El intenso frío le fue adormeciendo los brazos y las piernas. A poco que quiso darse cuenta la oscuridad le asaetó una y otra vez el cuerpo entero, la vida misma. Todo le pareció distinto aquella noche gélida de diciembre, hasta el leve rumor de su propia soledad. No pudo evitar que una sensación de ansiedad y desvalimiento creciera en él. Caminó entonces sin rumbo fijo por las empinadas y estrechas calles de la Almedina, apartado de los hombres y sus inútiles guerras. Allá en la cima, con el inmenso dolor de la muerte desgarrándole las sienes y el alma, sollozó hasta la extenuación, mientras la luna cubría de plata a los milenarios olivos. Al otro lado, la mar en toda su grandeza y su silencio. La triste melodía de una sirena que huye hacia los fondos marinos, sabedora de hallar allí su última morada. Anochece en la mar y es diciembre un infierno de alaridos y llantos, un oscuro túnel donde nada existe y todo es vacío y atormentadas soledades. La mar –lo recordaba ahora- les unió en un tiempo lejano, cuando llegó de tierra adentro, con la maleta repleta de sueños y la mirada límpida y serena. La mar azul y el verde mar de olivos al unísono, como única estrella del universo, arco iris de infinitos y fraternos abrazos. Desde entonces, y mientras hubo vida, ella, su amiga, se agarró a la vida, y fue feliz y desbordó alegría por doquier, como si cada segundo fuese el primero y el último. Y así pasaron los años, y en sus grandes ojos negros la vida era un océano de vida; y su palabra, un tierno beso en las mejillas; su voz, rumor de caracola, candente luz del universo. Era diciembre y la muerte se hizo verbo. Arremetió contra ella y contra todos como un insaciable y devastador huracán, y lo dejó –nos dejó- huérfanos, perdidos, abandonados al azar. El aire heló la estancia aquella noche. Mas ella, una vez más, estaba allí, corpórea en los recuerdos, viva en los afanes de quienes la amaron sin reservas. Estaba allí, sentada a su lado, y él la recordaba en los versos de Espronceda en su Canto a Teresa: <<¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías, / ¡Ah ¿dónde estáis que no corréis a mares? / ¿Por qué, por qué como en mejores días / No consoláis vosotras mis pesares? (…) Aún parece, Teresa, que te veo / aérea como dorada mariposa / en sueño delicioso del deseo, / sobre tallo gentil temprana rosa, / del amor venturoso devaneo, / angélica, purísima y dichosa, / y oigo tu voz dulcísimo, y respiro / tu aliento perfumado en tu suspiro>>. Es de noche en los olivares, y en la mar, mas una estrella fugaz cruza el firmamento. La tierra entera es silencio. Entre las ramas del centenario olivo y en la mar, un único canto es sinfonía, asciende y desciende, vuela libre por el planeta. Es diciembre y el aire trae consigo un solo canto, inolvidable, este Canto a Teresa, por y para siempre viva, purísima y dichosa.

2011

Había regresado del pueblo con una inexplicable sensación de vacío. Los días se sucedieron con la velocidad del rayo y cuando quiso darse cuenta se hallaba de nuevo en su casa, sentado en su sillón de siempre y escribiendo un nuevo artículo para el periódico. El último día de estancia en el pueblo, al oír el triste sonido de las campanas de la iglesia, recordó otros momentos vividos en los albores de su infancia. Se condujo por aquel laberinto de calles estrechas y empinadas del que fuera su inolvidable barrio, y se vio corriendo de un lado para otro, después de haber merendado, eso sí, su buen hoyo de pan con aceite recién prensado días antes en la almazara. Los atardeceres de aquellos lejanos años fulgían en su memoria con la misma intensidad que lo hicieran en el pasado, cuando descubriera la luz y los sonidos de la soledad. ¡Una vez más de vuelta a casa! Así ocurría desde que doce años atrás decidiera afincarse en tierras de sol y desiertos, de azules encendidos y mar de lunas infinitas. Concurrían todas las circunstancias con las que había soñado a lo largo de los años. Y estaba alegre por cómo se desarrollaban los acontecimientos. Volvía a sus mares de sueños y lo hacía con la certeza de hallar en las incontenibles aguas, la luz y la belleza, la razón de cuanto deseó y aún a pesar de los años transcurridos deseaba. Esa y no otra era la única verdad, su verdad.No era la primera vez ni sería la última. Confiaba en que la monotonía de los días transformara en sueños toda su vida, y por eso, llegada la hora de los atardeceres, sin importarle el lugar donde se encontrara, se abismaba en los silencios de su propio ser, y hablaba para sí durante horas y horas, y miraba al horizonte como si fuera la última vez, el último adiós. Todo había sucedido con excesiva rapidez, como si la vida fuera un minuto, un soplo o un suspiro. Así pensaba en aquella hora del atardecer, cuando aún sentía en sus oídos el son triste de las campanas de la iglesia Mayor. De vuelta a casa las cosas parecen distintas –pensó-, y calló durante algunos minutos. El silencio se apoderó de las paredes de la casa y de los libros apiñados en las estanterías, y sin más miramiento que el de sus propios pensamientos se hizo aire, y viento, y nube y sombra, hasta desaparecer invisible entre los hombres que habitaban aquella tierra tan roja como la sangre. Regresaba, una vez más, para confundirse entre la maleza de la magia y los secretos que la vida enseña a cada paso. Y gozaba por ello, él que tanto había soñado siempre con un tiempo de infinita quietud, sin más sonidos que el silbo de los pájaros o el rumor del mar sobre los acantilados. Todo estaba decidido ya, nadie ni nada podía derrotar al mal que le acechaba cada tarde, después de oír el son triste de las campanas de la iglesia; llegado era el fin de un año más . La vida es un suspiro –se dijo- y comprobó en el calendario la presencia del nuevo año 2011.

MORENTE



Andaba inquieto aquella tarde. Iba de un lado a otro de la casa, agitado, como si presintiera alguna desgracia. No era la primera vez que le sucedía y por eso, cuando no podía dejar de moverse, se acrecentaba la angustia y un dolor insoportable le oprimía el ser entero. Su boca, entonces, supo del amargo sabor de la muerte, y el tiempo se detuvo en los lejanos años de su juventud, en el despertar de aquella primavera numinosa y brillante en las encaladas casas de su pueblo sureño, cercano a la Granada de sus sueños.
Fue por aquellos días de un mayo florido de amapolas silvestres en los campos de la campiña, a la hora del ángelus, cuando las campanas de las iglesias del pueblo sonaban al unísono; cuando los campesinos poblaban las tabernas y acodados en la barra conversaban unos, silenciaban otros y bebían vino o escuchaban el cante salido de las gargantas como un grito o un quejío que hacía temblar la tierra entera. Fue la primavera descubriendo los sonidos y los aromas quien despertó en él la esencia, la magia y el duende del flamenco. Fue su voz, aquella voz desgarrada, liberadora, un mundo en sí mismo, un universo paradisíaco. Nada más grande y sencillo a la vez que la fuerza rompedora contenida en el negror del vinilo, que giraba y giraba como una noria, imparable, creadora, iluminada y cristalina tal manantial de agua.
No era tiempo entonces de muchas alegrías, la escasez era la norma y los hombres se tragaban las palabras, silenciaban sus vidas a la luz del día y lloraban en la oscuridad de la noche. No, no era fácil la vida en los pueblos, controlada siempre por la mano demoníaca del poder. Mas fue entonces, cuando la primavera derramaba su luz y sus colores por la faz de la tierra, cuando la voz del joven Morente entró por ventanales y balcones, hospedándose para siempre en todos los rincones de la casa. Una nueva vida, un horizonte distinto apareció ante él y esperanzado anduvo desde entonces por la vida. Nunca más olvidó sus orígenes, y junto a él, acompañado por su inconfundible voz creció y vivió.
Ahora, cuando le amarga el sabor de su temprana muerte, él vuelve a sus orígenes, y piensa en el poeta, cantaor y maestro, en el hombre, y a pesar de todo, se ve a su lado contemplando un atardecer cualquiera en el mirador de San Nicolás, abstraídos, abismados en sus propios silencios.
Él sabe bien que, como el leve rumor del agua, la voz de Morente recorre las estrechas y numinosas calles del Albayzín, los muros de las mezquitas y conventos; se adentra en el fresco verdor de los jardines del Generalife y acaricia las yeserías, mocárabes, azulejos, salones, patios y celosías de la Alhambra, y vuela libre como un pájaro por el intenso azul del cielo hasta alcanzar la nívea cima del Mulhacén y el Veleta, todos y cada uno de los rincones de la tierra.
El aire, en esta hora del crepúsculo, nos devuelve, definitivamente, el último quejío desgarrador y profundo del maestro Morente.
¡Morente, por y para siempre vivo!

MORENTE



Andaba inquieto aquella tarde. Iba de un lado a otro de la casa, agitado, como si presintiera alguna desgracia. No era la primera vez que le sucedía y por eso, cuando no podía dejar de moverse, se acrecentaba la angustia y un dolor insoportable le oprimía el ser entero. Su boca, entonces, supo del amargo sabor de la muerte, y el tiempo se detuvo en los lejanos años de su juventud, en el despertar de aquella primavera numinosa y brillante en las encaladas casas de su pueblo sureño, cercano a la Granada de sus sueños.
Fue por aquellos días de un mayo florido de amapolas silvestres en los campos de la campiña, a la hora del ángelus, cuando las campanas de las iglesias del pueblo sonaban al unísono; cuando los campesinos poblaban las tabernas y acodados en la barra conversaban unos, silenciaban otros y bebían vino o escuchaban el cante salido de las gargantas como un grito o un quejío que hacía temblar la tierra entera. Fue la primavera descubriendo los sonidos y los aromas quien despertó en él la esencia, la magia y el duende del flamenco. Fue su voz, aquella voz desgarrada, liberadora, un mundo en sí mismo, un universo paradisíaco. Nada más grande y sencillo a la vez que la fuerza rompedora contenida en el negror del vinilo, que giraba y giraba como una noria, imparable, creadora, iluminada y cristalina tal manantial de agua.
No era tiempo entonces de muchas alegrías, la escasez era la norma y los hombres se tragaban las palabras, silenciaban sus vidas a la luz del día y lloraban en la oscuridad de la noche. No, no era fácil la vida en los pueblos, controlada siempre por la mano demoníaca del poder. Mas fue entonces, cuando la primavera derramaba su luz y sus colores por la faz de la tierra, cuando la voz del joven Morente entró por ventanales y balcones, hospedándose para siempre en todos los rincones de la casa. Una nueva vida, un horizonte distinto apareció ante él y esperanzado anduvo desde entonces por la vida. Nunca más olvidó sus orígenes, y junto a él, acompañado por su inconfundible voz creció y vivió.
Ahora, cuando le amarga el sabor de su temprana muerte, él vuelve a sus orígenes, y piensa en el poeta, cantaor y maestro, en el hombre, y a pesar de todo, se ve a su lado contemplando un atardecer cualquiera en el mirador de San Nicolás, abstraídos, abismados en sus propios silencios.
Él sabe bien que, como el leve rumor del agua, la voz de Morente recorre las estrechas y numinosas calles del Albayzín, los muros de las mezquitas y conventos; se adentra en el fresco verdor de los jardines del Generalife y acaricia las yeserías, mocárabes, azulejos, salones, patios y celosías de la Alhambra, y vuela libre como un pájaro por el intenso azul del cielo hasta alcanzar la nívea cima del Mulhacén y el Veleta, todos y cada uno de los rincones de la tierra.
El aire, en esta hora del crepúsculo, nos devuelve, definitivamente, el último quejío desgarrador y profundo del maestro Morente.
¡Morente, por y para siempre vivo!

CASA MARUJA



Llevaba tiempo sin volver a aquel lugar tan misterioso como mágico. Descubierta la belleza de su paisaje y la sencillez de sus gentes cada vez que su trabajo y sus obligaciones familiares se lo permitían volvía a reencontrarse con ella, la mar, que le esperaba ansiosamente también. La luz crepuscular derramaba sus haces dorados por doquier. Las aguas, trémulas, centelleaban en el infinito, y él, ante tan inefable ceremonia, quedaba siempre absorto. Había vivido muchos momentos como éste, pero cada uno era distinto al otro. Para él, viajar hasta aquel rincón perdido del Levante era toda una aventura, una mezcolanza de sensaciones difíciles de definir. Se acostumbró de tal manera a ellas que, ciertamente, tampoco se empeñó en buscar más explicaciones que las que la soledad y el silencio del lugar proclamaban cada vez que se acercaba a su mar, al mar de Baria.
Baria se repetía como un eco incansable. Era Baria un rumor de antiguas civilizaciones en las torres vigías, en las rocas y calles del actual Villaricos. Cada vez que regresaba a la magia de aquel asentamiento, la brisa golpeaba suavemente sus recuerdos, y ya nada le parecía lo mismo. Un cúmulo de sensaciones se apropiaban de su voluntad, y entre todas y la más insistente, el sabor de la cocina marinera de Casa Maruja –el tiempo cambió su nombre por Playa Azul-, en la que hallaba siempre algo nuevo y distinto a sus anteriores visitas. Maruja, junto a su familia, ha sabido mantener la tradición culinaria del Levante. El pescado que entra en su casa viene del mar de Baria, de las aguas del Mare Nostrum en las que cada día faenan su esposo e hijos, y alrededor del pescado (gallospedro, gallinetas, rodaballos, salmonetes, lenguados o corvinas), el arroz con Bogavante de La Piedra de las Herrerías o el pimentón de raya, que de forma ritual se elaboran en sus fogones y se sirven con suma diligencia a los comensales, está la magia, la fantasía creadora.
Baria y Casa Maruja se funden en el tiempo para proclamar la esencia de la cocina mediterránea, del hacer lento y el sabor desnudo de la mar en la mesa. Maruja es, ha sido y será siempre esa mujer sencilla de pueblo que aúna dedicación y esfuerzo, generosidad y sabiduría popular para crear un universo marino único, en el que los sentidos y hasta el alma se transfiguran. Junto al mar de Baria, la casa de Maruja es un paraíso de olas y cantiles, de azules y sones, de silencios que al atardecer reviven en su memoria. Por eso asiste al milagro de la vida en las mediterráneas aguas de Baria. Por eso huye de la estulticia del hombre y viene a refugiarse en casa Maruja, pues a su cuidado feliz y libre se siente.
Atardece sobre Baria. La mar, una inmensa lágrima que recorre sus mejillas mientras conduce de vuelta al hogar.

CASA MARUJA



Llevaba tiempo sin volver a aquel lugar tan misterioso como mágico. Descubierta la belleza de su paisaje y la sencillez de sus gentes cada vez que su trabajo y sus obligaciones familiares se lo permitían volvía a reencontrarse con ella, la mar, que le esperaba ansiosamente también. La luz crepuscular derramaba sus haces dorados por doquier. Las aguas, trémulas, centelleaban en el infinito, y él, ante tan inefable ceremonia, quedaba siempre absorto. Había vivido muchos momentos como éste, pero cada uno era distinto al otro. Para él, viajar hasta aquel rincón perdido del Levante era toda una aventura, una mezcolanza de sensaciones difíciles de definir. Se acostumbró de tal manera a ellas que, ciertamente, tampoco se empeñó en buscar más explicaciones que las que la soledad y el silencio del lugar proclamaban cada vez que se acercaba a su mar, al mar de Baria.
Baria se repetía como un eco incansable. Era Baria un rumor de antiguas civilizaciones en las torres vigías, en las rocas y calles del actual Villaricos. Cada vez que regresaba a la magia de aquel asentamiento, la brisa golpeaba suavemente sus recuerdos, y ya nada le parecía lo mismo. Un cúmulo de sensaciones se apropiaban de su voluntad, y entre todas y la más insistente, el sabor de la cocina marinera de Casa Maruja –el tiempo cambió su nombre por Playa Azul-, en la que hallaba siempre algo nuevo y distinto a sus anteriores visitas. Maruja, junto a su familia, ha sabido mantener la tradición culinaria del Levante. El pescado que entra en su casa viene del mar de Baria, de las aguas del Mare Nostrum en las que cada día faenan su esposo e hijos, y alrededor del pescado (gallospedro, gallinetas, rodaballos, salmonetes, lenguados o corvinas), el arroz con Bogavante de La Piedra de las Herrerías o el pimentón de raya, que de forma ritual se elaboran en sus fogones y se sirven con suma diligencia a los comensales, está la magia, la fantasía creadora.
Baria y Casa Maruja se funden en el tiempo para proclamar la esencia de la cocina mediterránea, del hacer lento y el sabor desnudo de la mar en la mesa. Maruja es, ha sido y será siempre esa mujer sencilla de pueblo que aúna dedicación y esfuerzo, generosidad y sabiduría popular para crear un universo marino único, en el que los sentidos y hasta el alma se transfiguran. Junto al mar de Baria, la casa de Maruja es un paraíso de olas y cantiles, de azules y sones, de silencios que al atardecer reviven en su memoria. Por eso asiste al milagro de la vida en las mediterráneas aguas de Baria. Por eso huye de la estulticia del hombre y viene a refugiarse en casa Maruja, pues a su cuidado feliz y libre se siente.
Atardece sobre Baria. La mar, una inmensa lágrima que recorre sus mejillas mientras conduce de vuelta al hogar.

EL ARABISTA


Llegaba con suficiente tiempo de antelación. Desde la carretera del Cañarete la ciudad mostraba un espectáculo único. La mar oscura y serena se dejaba acariciar en la bahía por una infinitud de luces y destellos que espejeaban en las mediterráneas aguas. En la cúspide del monte, perpetuándose a lo largo de los siglos como memoria sólida e indestructible de un pasado numinoso en las artes, la literatura y el pensamiento, la Alcazaba. ¡Qué poco –pensó en aquel instante- han aprendido nuestros gobernantes del que fuera gran rey de la taifa de Almería, y también poeta al-Mut'asim Bi-llah (el Protegido de Dios)! Conducía por la serpenteada carretera sin prisas, embriagado por el paisaje que ante sus ojos descubría toda su desnudez y su inefable belleza. Llegado a la ciudad, se dirigió hasta los aparcamientos del puerto, y de inmediato recordó la importancia de aquel puerto en otros tiempos más lejanos; se dejó acariciar por el aire que en ese preciso instante levantó levemente el vuelo y vio las embarcaciones cargadas de toneles de uva y de sedas multicolores, y como en un sueño, surcó mares y océanos, y se dejó guiar por los silencios de la tarde y la luz primera de la luna. ¡El puerto y sus soledades tuvo por abrigo aquella noche! Llegada era la hora.
Mientras caminaba hacia el aula Juan Goytisolo –cubo mágico del ser de La Chanca y sus silencios-, abundaba en el recuerdo de una carta que el arabista le remitió meses atrás. Por el camino trató de imaginárselo y por mucho que lo intentó fue en vano, nada se acercaba a la imagen del hombre que minutos más tarde le dedicaría su libro. Sin embargo, nada más verlo supo quien era: cubría la cabeza con una gorra negra, níveo cabello en rizos –también el bigote- y unos ojos claros y brillantes delataron su presencia en el recinto adornado con múltiples fotografías relativas a recientes manifestaciones de protesta por los sucesos de Palestina.
Allí estaba él, el arabista, abrigado por una única idea, por un convencimiento y una lengua. Allí, el profesor, tan exigente como generoso, la voz de la experiencia y el conocimiento, la fuerza de la razón, el grito de la tolerancia, de la justicia y la solidaridad, del compromiso con la historia y sus recónditos espacios, y en todos los lugares del mundo, el hombre y el amigo, la cálida y aterciopelada luz cenital que alumbra los caminos hacia Oriente. Estaba allí, junto a las calmas aguas del Mediterráneo, honrado y cabal, independiente y libre pensador.

Allí, sobre la tarima del aula, el intelectual y el humanista, el hombre y sus circunstancias, el arabista Pedro Martínez Montávez abriendo paso entre Oriente y Occidente con la luz de su palabra. Entonces recordó los versos del poeta palestino Samih Al Qasim cuando dice: ¡Vamos despierta! / Sin ti el sol no se pondrá, / Sin ti el sol no saldrá.!

EL ARABISTA


Llegaba con suficiente tiempo de antelación. Desde la carretera del Cañarete la ciudad mostraba un espectáculo único. La mar oscura y serena se dejaba acariciar en la bahía por una infinitud de luces y destellos que espejeaban en las mediterráneas aguas. En la cúspide del monte, perpetuándose a lo largo de los siglos como memoria sólida e indestructible de un pasado numinoso en las artes, la literatura y el pensamiento, la Alcazaba. ¡Qué poco –pensó en aquel instante- han aprendido nuestros gobernantes del que fuera gran rey de la taifa de Almería, y también poeta al-Mut'asim Bi-llah (el Protegido de Dios)! Conducía por la serpenteada carretera sin prisas, embriagado por el paisaje que ante sus ojos descubría toda su desnudez y su inefable belleza. Llegado a la ciudad, se dirigió hasta los aparcamientos del puerto, y de inmediato recordó la importancia de aquel puerto en otros tiempos más lejanos; se dejó acariciar por el aire que en ese preciso instante levantó levemente el vuelo y vio las embarcaciones cargadas de toneles de uva y de sedas multicolores, y como en un sueño, surcó mares y océanos, y se dejó guiar por los silencios de la tarde y la luz primera de la luna. ¡El puerto y sus soledades tuvo por abrigo aquella noche! Llegada era la hora.
Mientras caminaba hacia el aula Juan Goytisolo –cubo mágico del ser de La Chanca y sus silencios-, abundaba en el recuerdo de una carta que el arabista le remitió meses atrás. Por el camino trató de imaginárselo y por mucho que lo intentó fue en vano, nada se acercaba a la imagen del hombre que minutos más tarde le dedicaría su libro. Sin embargo, nada más verlo supo quien era: cubría la cabeza con una gorra negra, níveo cabello en rizos –también el bigote- y unos ojos claros y brillantes delataron su presencia en el recinto adornado con múltiples fotografías relativas a recientes manifestaciones de protesta por los sucesos de Palestina.
Allí estaba él, el arabista, abrigado por una única idea, por un convencimiento y una lengua. Allí, el profesor, tan exigente como generoso, la voz de la experiencia y el conocimiento, la fuerza de la razón, el grito de la tolerancia, de la justicia y la solidaridad, del compromiso con la historia y sus recónditos espacios, y en todos los lugares del mundo, el hombre y el amigo, la cálida y aterciopelada luz cenital que alumbra los caminos hacia Oriente. Estaba allí, junto a las calmas aguas del Mediterráneo, honrado y cabal, independiente y libre pensador.

Allí, sobre la tarima del aula, el intelectual y el humanista, el hombre y sus circunstancias, el arabista Pedro Martínez Montávez abriendo paso entre Oriente y Occidente con la luz de su palabra. Entonces recordó los versos del poeta palestino Samih Al Qasim cuando dice: ¡Vamos despierta! / Sin ti el sol no se pondrá, / Sin ti el sol no saldrá.!

LA OTRA CHANCA


Había transcurrido poco tiempo desde la última vez. Quizá la segunda en un par de meses. Llegaron a la ciudad al atardecer de un viernes cualquiera. Eran dos hombres y una mujer, treintañeros. Aquella mañana, después de haber dormido todos como verdaderos lirones, se ducharon, se vistieron y desayunaron en el comedor del céntrico Hotel. Afuera les esperaba un taxi. El taxista les abre el maletero en el que depositan la cámara, el trípode y una mochila; entran en el taxi –un mercedes blanco con una franja roja en el lateral y el escudo de la ciudad en las puertas delanteras- y le indican al taxista que les lleve al barrio de La Chanca. El taxista sonríe y les responde con un <>. El taxista les lleva por el casco antiguo de la ciudad, dejan a un lado la Plaza del Ayuntamiento –en obras por reforma-, la Fortaleza-Catedral, el hospital provincial y callejean hasta llegar a La Chanca.

Bajan del taxi y cámara al hombro uno, micro en ristre otra y trípode en mano el último, caminan de un lado para otro, toman imágenes de aquí y de allá, preguntan a quienes indica el guión que siguen meticulosamente y descansan llegada la hora del almuerzo. Reanudan por la tarde las tomas pendientes, preguntan de nuevo y anocheciendo vuelven en el mismo taxi al Hotel. A la mañana siguiente, toman el primer vuelo a Madrid con la satisfacción del deber cumplido. La cadena de televisión espera ansiosamente el reportaje. El material recogido es entregado a los montadores y en unos días queda concluso el vídeo. Luego, a esperar el momento oportuno para emitirlo.

Y llega el día de su emisión. Las gentes del barrio esperan expectantes. Una vez más un canal de televisión se acuerda del barrio de La Chanca. Pero la decepción no tarda en llegar. La historia se repite. Los habitantes de La Chanca no salen de su asombro. De nuevo las deplorables imágenes de siempre. Los mismos protagonistas de siempre. De nuevo el paisaje desolador de siempre.

Aleccionados bien y rápido, lamentablemente, no vieron la otra Chanca. No vieron el blanco resplandeciente de las cuidadas viviendas de sus habitantes, los árboles que han quedado a su atención y mimo, la cálida mirada de sus niños, la voz sosegada de los maestros, los alegres colores de la Escuela o a las nuevas promesas del flamenco. Ellos no vieron la inconmensurable belleza interior de los seres humanos que habitan el dignísimo barrio de La Chanca, ni se preguntaron, al menos, quién o quiénes podrían ser los culpables de tanta dejadez y olvido, de tanta sinrazón e injusticia.
No vieron por ningún sitio el más valioso tesoro hallado en La Chanca: la grandeza de los seres que la habitan y la sueñan.

LA OTRA CHANCA


Había transcurrido poco tiempo desde la última vez. Quizá la segunda en un par de meses. Llegaron a la ciudad al atardecer de un viernes cualquiera. Eran dos hombres y una mujer, treintañeros. Aquella mañana, después de haber dormido todos como verdaderos lirones, se ducharon, se vistieron y desayunaron en el comedor del céntrico Hotel. Afuera les esperaba un taxi. El taxista les abre el maletero en el que depositan la cámara, el trípode y una mochila; entran en el taxi –un mercedes blanco con una franja roja en el lateral y el escudo de la ciudad en las puertas delanteras- y le indican al taxista que les lleve al barrio de La Chanca. El taxista sonríe y les responde con un <>. El taxista les lleva por el casco antiguo de la ciudad, dejan a un lado la Plaza del Ayuntamiento –en obras por reforma-, la Fortaleza-Catedral, el hospital provincial y callejean hasta llegar a La Chanca.

Bajan del taxi y cámara al hombro uno, micro en ristre otra y trípode en mano el último, caminan de un lado para otro, toman imágenes de aquí y de allá, preguntan a quienes indica el guión que siguen meticulosamente y descansan llegada la hora del almuerzo. Reanudan por la tarde las tomas pendientes, preguntan de nuevo y anocheciendo vuelven en el mismo taxi al Hotel. A la mañana siguiente, toman el primer vuelo a Madrid con la satisfacción del deber cumplido. La cadena de televisión espera ansiosamente el reportaje. El material recogido es entregado a los montadores y en unos días queda concluso el vídeo. Luego, a esperar el momento oportuno para emitirlo.

Y llega el día de su emisión. Las gentes del barrio esperan expectantes. Una vez más un canal de televisión se acuerda del barrio de La Chanca. Pero la decepción no tarda en llegar. La historia se repite. Los habitantes de La Chanca no salen de su asombro. De nuevo las deplorables imágenes de siempre. Los mismos protagonistas de siempre. De nuevo el paisaje desolador de siempre.

Aleccionados bien y rápido, lamentablemente, no vieron la otra Chanca. No vieron el blanco resplandeciente de las cuidadas viviendas de sus habitantes, los árboles que han quedado a su atención y mimo, la cálida mirada de sus niños, la voz sosegada de los maestros, los alegres colores de la Escuela o a las nuevas promesas del flamenco. Ellos no vieron la inconmensurable belleza interior de los seres humanos que habitan el dignísimo barrio de La Chanca, ni se preguntaron, al menos, quién o quiénes podrían ser los culpables de tanta dejadez y olvido, de tanta sinrazón e injusticia.
No vieron por ningún sitio el más valioso tesoro hallado en La Chanca: la grandeza de los seres que la habitan y la sueñan.

SEPULTA PLENITUD 2023

SEPULTA PLENITUD 2023
José Antonio Santano

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)
José Antonio Santano

ALTA LUCIÉRNAGA. 2021

ALTA LUCIÉRNAGA.  2021
JOSÉ ANTONIO SANTANO

Madre lluvia. 2021

Dos orillas.2020

Dos orillas.2020

Marparaíso.2019

Marparaíso.2019

Tierra madre.2019

Cielo y Chanca.2019

Antología de poesía.2018

Antología de poesía.2018
Iberoamericana actual. 2018

Lunas de oriente.2018

La voz ausente. 2017

Humanismo Solidario.2015

Los silencios de La Cava. 2015

Tiempo gris de Cosmos.2014

TIEMPO GRIS DE COSMOS 2014


JOSÉ ANTONIO SANTANO

ISBN: 13: 978-84-942992-3-0

Clasificación: Poesía.

Tamaño: 14x21 cm

Idioma de publicación: Castellano

Edición: 1ª Ed.1ª Impr.

Fecha de impresión: Noviembre 2014

Encuadernación: Rústica con solapa

Páginas: 104

PVP: 12€

Colección: Daraxa












José Antonio Santano, en Tiempo gris de cosmos, articula un canto para “todos los habitantes del planeta”, una poetización de la realidad actual, de “abisales conductas, de feroces decretos / y sentencias, de gritos que enmudecen / en las paredes de las casas / […] / Pienso en la estricta ley del poderoso / clavándose en la carne como lanza, / en sus manos manchadas de sangre, / en sus actos inmorales, / en su oratoria de muerte”.

Por eso se adentra en la libertad de los fondos marinos de los sueños, de la fraternidad, de los bosques, para hospedarse junto al hombre marginado y ser el otro, el padre de los desheredados en un lorquiano romance sonámbulo donde, intertextualizando al granadino, afirma, superando el egocentrismo y derramándose en la otredad, “y yo que no soy yo”, ni su casa, la Tierra, es ya su casa.

José Cabrera Martos

Memorial de silencios. 2014

Memorial de silencios. 2014
He vuelto, como cada día he vuelto para enterrar los chopos bajo el rostro de los sueños, la estela del pasado, el vuelo de las manos en otoño. He vuelto para hundierme en el sonido desgarrado y monótono de teclas que en el blanco papel se precipitan, o en las horas perdidas, en despachos misteriosos de pálidos sillones. He vuelto como siempre, como siempre, para contar silencios de ultratumba -como siempre- que manchan la memoria de sangre y soledades, como siempre. He vuelto como siempre, como siempre, exhausto, con el drama en las pupilas, borracho de naufragios y derrotas.

Estación Sur. 2012

Caleidoscopio.2010

Razón de Ser.2008

El oro líquido.2008

El oro líquido.2008
El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. 2008 VVAA. El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. Edición de José Antonio Santano. Epílogo de Miguel Naveros. Diputación de Jaén. 2008.

Il volo degli Anni.2007

Trasmar.2005

Las edades de arcilla.2005

Quella strana quiete.2004

La cortaera.2004

Suerte de alquimia. 2004

Árbol de bendición.2001

La piedra escrita.2000

Exilio en Caridemo.1998

Íntima Heredad.1998

Grafías de pasión.1998

Profecía de otoño.1994

Canción popular.1986