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TRES ANTOLOGÍAS DIFERENTES

 




 Escaparate de libros _____________________ José Antonio Santano


Si se hubieran puesto de acuerdo los tres poetas para publicar sus textos antológicos seguro que no habrían coincidido en el tiempo como ha sucedido realmente en estos días. A los tres vates que se citan en este Escaparate de libros les une una amistad larga y duradera, la pasión por la poesía de calidad y un movimiento o corriente poética de la que participaron activamente. Dos son granadinos y uno sevillano: Antonio Enrique, Fernando de Villena y Pedro Rodríguez Pacheco. Cada uno por separado y sin saber los unos de los otros han publicado recientemente sus antologías poéticas. Antonio Enrique (Granada, 1953) lo hace con El siglo transparente [Antología poética 1974-2020], un volumen que abre con una cita de Wallace Stevens: «La poesía es un faisán que se pierde en la espesura» y que contiene poemas de sus veinte libros publicados hasta ahora. Como novedad a esta edición cabe destacar el comentario del autor a cada uno de los libros signados en esta antología, desde el primero de ellos Poema de la Alhambra (1974) hasta el último Resplandor (2020), al indicar el proceso de creación o el tiempo empleado en cada uno de los poemarios y las referencias críticas del mismo, algo novedoso en este tipo de textos. Sobre la poesía contenida en esta antología, ya se ha dicho mucho, bien y variado, de tal manera que los lectores podrán encontrar en esta bella edición una de las voces más destacadas de la poesía española y andaluza, de múltiples registros y temáticas. Como muestra de esta antología sirvan los versos que se reproducen a continuación pertenecientes a su libro La palabra muda: «Llueve sobre la luna la carbonilla / de los calcinados. / Se posa sobre los hombros la ceniza / y se respira las almas que ya no vuelven. // El tren maldito / no para de resoplar / anclado en el andén. / Lo ves de lejos cada día, / brillando como un ataúd interminable». 


La segunda de las antologías viene de la mano de Baker Street Ediciones, titulada Las estaciones de la existencia. Antología poética (1980-2020), cuyo autor es el también poeta granadino Fernando de Villena (1956). La producción poética de Fernando de Villena es extraordinariamente fructífera. Ahora, con esta nueva antología de su larga andadura como poeta, nos ofrece lo mejor de su trayectoria, y esta es una invitación que no se puede rechazar en modo alguno. Desde 1980 y hasta 2020 es el periodo elegido para estas Estaciones de la existencia, en las que hallamos verdaderas joyas, versos inolvidables, la esencia de un pensamiento que trasciende la realidad para convertirse en conmoción. La poesía como catarsis o estado de gracia. La selección de poemas pertenecientes nada más y nada menos que a treinta y cuatro obras poéticas es aval suficiente para adentrarse y bucear en este relevante legado del poeta granadino. Paisaje y paisanaje que el poeta siempre supo elevar a la condición de arte, donde el lenguaje adquiere una nueva dimensión para llevar hasta el lector la esencialidad de su poesía. Enmarcado en la corriente llamada “Poesía de la Diferencia”, como también el poeta Antonio Enrique, esta es una excelente oportunidad para reafirmarse en la excepcionalidad de una poesía que bebe de la mejor tradición, pero que al mismo tiempo aporta elementos diferenciadores, pero de una calidad indiscutible. Sirvan como ejemplo estos versos de su libro Estampas de vejecía: «Al fin, después de tanto andar a ciegas, / descubres la grandeza del silencio, / la dicha de quedarse sólo en lo esencial / o la gran hermosura que el bien siempre conlleva». 



La tercera antología toma por título Memorial del Arte de la Seda. Antología apócrifa, del poeta y profesor Pedro Rodríguez Pacheco (Sanlúcar la Mayor, Sevilla, 1941), y al cuidado del maestro editor José Membrive (Ediciones Carena). En el prolegómeno del libro el autor expresa, aún estando en desacuerdo con opinar sobre el contenido de un libro y de forma excepcional, cómo se gestó el presente texto, del que dice que organizó como «una antología apócrifa”, en la que «hay muchas dedicatorias, es un libro de despedida y rindo, poema tras poema, culto a la amistad, al amor, a los recuerdos…». Con todo, Rodríguez Pacheco nos tiene acostumbrados a la disensión razonada tras honda reflexión, al considerar que el pensamiento libre nos enriquece y nos distancia de la mediocridad en la que vive la sociedad actual. Memorial del Arte de la Seda es, sin duda alguna, una antología que se aparta de los modos y modismos, que resurge de la necesidad de expresar poéticamente lo acontecido, lo vivido y sentido, siendo la emoción la clave sobre la que se sustenta su poética. Como parte también de la llamada “Poesía de la Diferencia” reclama la libertad como esencia misma de la expresión poética, lingüística y literaria frente a “la Experiencia” y, sin embargo, cuidado con los estudios oportunistas que solo han citado a la corriente “de la Diferencia”, por intereses espurios, por conveniencia o proyección académica. Pedro Rodríguez Pacheco es una voz imprescindible de la poesía española contemporánea, le pese a quien le pese, y muestra de ello es su impecable trayectoria no solo como poeta, sino también como profesor universitario, ensayista y conferenciante. Por todo ello, importa dejar claro en este breve comentario que este libro, Memorial del Arte de la Seda viene a corroborar lo dicho y a engrandecer el panorama poético español y andaluz con su siempre vibrante, lumínica y emocionada palabra. Para dar fe de ello, como en los dos casos anteriores, veamos una muestra de su poesía, con unos versos pertenecientes a Esquizofrenias galantes, concretamente del poema “La ruta de la seda” y dedicado a su Griselda: «… para vestir de espléndido brocado / las palabras que vierto en tus oídos / y que aceptas, sabiéndolas / las palabras más bellas con las que / tú te dejas vencer, / como yo soy vencido / susurrando los dos antiguas preces / de una logia masónica de pájaros / que cantan sin saber qué es la alegría». Tres asombrosas antologías de tres poetas diferentes pero unidos en el fervor por la palabra poética, por la vida.  


LA PALABRA MUDA de ANTONIO ENRIQUE por JOSÉ ANTONIO SANTANO


La Palabra Muda  

Después de tan huera poesía actual y tantos presuntuosos poetas como existen en este país uno se siente aliviado cuando alguien, desde adentro, en comunión perfecta con el alma o el espíritu, la emoción o la substancia, la esencia o los orígenes, el corazón y la inteligencia, es capaz de transformar todas las visiones posibles que del hombre se puedan tener con solo la palabra, “La palabra muda” que no es ni está, porque el poeta, abducido por la palabra trascendida “la palabra sin palabras” ha sido capaz de crear y recrear cuanto acontece y es no siendo, y viceversa, el ser humano, constructor de un verdadero universo de la conciencia , tan impropia en estos tiempos que corren. La mirada del poeta es tan amplia, tan abarcadora que no hay ser en el mundo que llegue donde llega él. 

Nadie que sienta como siente él la sangre y la piel del otro, los huesos y el dolor del otro, la muerte de todos los muertos de la tierra, los otros todos en su alma toda. Casi transfigurado, mudado de su yo y convertido en otredad, el poeta socava en la naturaleza humana. Detenido el tiempo, huérfano entre tanto desamor, la rutina de los días se propaga y nos apresa, sutil y silenciosa. Pero nunca el olvido, bien lo sabe el poeta que regresa una vez y otra a los recuerdos, a la memoria de un tiempo gris, desvaído. El último poemario de Antonio Enrique (Granada, 1953), “La palabra muda”, en una bellísima edición de “El Gallo de Oro” es, por definirlo en una sola palabra, estremecedor, verdaderamente de una conmoción inusitada, de principio a fin. No hay un solo poema, de los 22 que integran el libro, un solo verso que no nos haga pensar y emocionar hasta el punto de producir en nuestro interior un estertor, una convulsión tan exageradamente humana como poética. Veintidós poemas como veintidós son las letras del abecedario hebreo y un epílogo componen este texto difícil de olvidar después de su lectura. Poesía en estado puro, casi dictada verso a verso en una suerte de éxtasis, de levitación interna. Visiones de un realismo tal que nos aproximan al verdadero ser del hecho poético, sin maquillaje alguno que distraiga de su esencia como tal, sin impostura. 


Aleph, la primera letra del abecedario hebreo, resume lo que podría o puede ser el final de todo, el holocausto, el horror: «El horror es lo que no se cansa, / lo que nunca deseperaq ni se entretiene. / El ruido vayas donde vayas / y el zumbido que queda cuando cesa. / Los muros del mar recorriendo el mundo. / Un espejo que te mira / y te sigue mirando / cuando ya te has ido. / Lo que nunca muere pero mata. / Lo que mata sin que mueras». En esa mirada a la Historia el poeta es todos los hombres del mundo, porque como dice el filósofo Emilio Lledó «Más duro que la muerte es el olvido. Éste podría ser el lema que sobrevuela los orígenes de la cultura europea. […] Ser inmortal era parar el río de la vida,  cuyo ser es, precisamente, fluir». Es precisamente la poesía lo que fluye por las páginas de “La palabra muda”, la voz de los que no fueron sino muerte en las aguas del Danubio a su paso por Budapest: «Quedaron así, como los dejaron / cuantos hubieron de descalzarse:/ de cualquier manera, / a la orilla del río de la muerte. / Quienes los calzaron ya no están. / Los obligaron a arrojarse. / Habitaron el horror». El poeta se desnuda, se convierte en esqueleto, en sangre y piel, en despojo humano para sentirse humano y vivo ante la devastación y la muerte: «Y la carbonilla cayendo del cielo, / la del tren no, la de los hornos […] Llueve sobre la luna carbonilla / de los calcinados. / Se posa sobre los hombros la ceniza / y se respira las almas que ya no vuelve». Todo se ha convertido en vacío, la tierra toda grita después de silenciar el gas la humanidad entera: «Grito como este no lo hay / desde el comienzo del mundo. Se abrazaron, no sabemos más; nadie hubo nunca que lo supiera. Que llovía gas. Que el agua lo era de muerte». La guerra, el hambre y la usura, el poder enloquecido, alimaña que oscurece el día, la piel y los cabellos de las mujeres; el terror y el miedo, una escalera por posesión: «No tengo yo padre ni madre. / Esa escalera es lo único que tengo, / ya sólo queda arrojarme al vacío». Nadie como el poeta, el verdadero poeta que abrigan estos versos para hablar en nombre del amor, de ese que parece no cabe ya en la tierra: «Lo que yo amo de ti / son tus huesos. / Es tu cuerpo y lo más interno / de tu cuerpo, / allí donde nace tu saliva, / tu sangre, la luz con que miras / el mundo, la vida y hasta mí mismo […] porque tú y yo vamos a morir, / pero tus huesos y los míos / seguirán amándose / y propagándose / más allá del humo y del mundo / y de la nada». Y después del amor, más amarga la vida que acontece en el campo de exterminio: «Los crematorios estaban allí… Un diluvio de lágrimas sin sal, / para que no chisporroteen. / Para extinguir tanto fuego / como asaba las almas». 

El poeta ha querido dejar aquí su testimonio de un tiempo atroz para que nunca sea olvido, porque este es un canto del horror humano (recordando a Blas de Otero que dejó escrito: “Esto es ser hombre: horror a manos llenas”) y en é la poesía es el vuelo necesario hacia la luz y el alma: «Horror es la palabra muda / porque nada puede definirla. / Excede a lo que dice. / Pues lo que dice es el regreso / a la nada, el maldito descenso / a lo que es, sin que pueda serlo. / Horror es la palabra sin palabras». Un gran poemario, “La palabra muda”, y un gran poeta, Antonio Enrique, que renueva la fe en la verdadera poesía, capaz de conmover y  perturbar. 


Título: La palabra muda
Autor: Antonio Enrique  
Editorial: El Gallo de Oro (Bilbao, 2018)                                                            

LA PALABRA MUDA de ANTONIO ENRIQUE por JOSÉ ANTONIO SANTANO


La Palabra Muda  

Después de tan huera poesía actual y tantos presuntuosos poetas como existen en este país uno se siente aliviado cuando alguien, desde adentro, en comunión perfecta con el alma o el espíritu, la emoción o la substancia, la esencia o los orígenes, el corazón y la inteligencia, es capaz de transformar todas las visiones posibles que del hombre se puedan tener con solo la palabra, “La palabra muda” que no es ni está, porque el poeta, abducido por la palabra trascendida “la palabra sin palabras” ha sido capaz de crear y recrear cuanto acontece y es no siendo, y viceversa, el ser humano, constructor de un verdadero universo de la conciencia , tan impropia en estos tiempos que corren. La mirada del poeta es tan amplia, tan abarcadora que no hay ser en el mundo que llegue donde llega él. 

Nadie que sienta como siente él la sangre y la piel del otro, los huesos y el dolor del otro, la muerte de todos los muertos de la tierra, los otros todos en su alma toda. Casi transfigurado, mudado de su yo y convertido en otredad, el poeta socava en la naturaleza humana. Detenido el tiempo, huérfano entre tanto desamor, la rutina de los días se propaga y nos apresa, sutil y silenciosa. Pero nunca el olvido, bien lo sabe el poeta que regresa una vez y otra a los recuerdos, a la memoria de un tiempo gris, desvaído. El último poemario de Antonio Enrique (Granada, 1953), “La palabra muda”, en una bellísima edición de “El Gallo de Oro” es, por definirlo en una sola palabra, estremecedor, verdaderamente de una conmoción inusitada, de principio a fin. No hay un solo poema, de los 22 que integran el libro, un solo verso que no nos haga pensar y emocionar hasta el punto de producir en nuestro interior un estertor, una convulsión tan exageradamente humana como poética. Veintidós poemas como veintidós son las letras del abecedario hebreo y un epílogo componen este texto difícil de olvidar después de su lectura. Poesía en estado puro, casi dictada verso a verso en una suerte de éxtasis, de levitación interna. Visiones de un realismo tal que nos aproximan al verdadero ser del hecho poético, sin maquillaje alguno que distraiga de su esencia como tal, sin impostura. 


Aleph, la primera letra del abecedario hebreo, resume lo que podría o puede ser el final de todo, el holocausto, el horror: «El horror es lo que no se cansa, / lo que nunca deseperaq ni se entretiene. / El ruido vayas donde vayas / y el zumbido que queda cuando cesa. / Los muros del mar recorriendo el mundo. / Un espejo que te mira / y te sigue mirando / cuando ya te has ido. / Lo que nunca muere pero mata. / Lo que mata sin que mueras». En esa mirada a la Historia el poeta es todos los hombres del mundo, porque como dice el filósofo Emilio Lledó «Más duro que la muerte es el olvido. Éste podría ser el lema que sobrevuela los orígenes de la cultura europea. […] Ser inmortal era parar el río de la vida,  cuyo ser es, precisamente, fluir». Es precisamente la poesía lo que fluye por las páginas de “La palabra muda”, la voz de los que no fueron sino muerte en las aguas del Danubio a su paso por Budapest: «Quedaron así, como los dejaron / cuantos hubieron de descalzarse:/ de cualquier manera, / a la orilla del río de la muerte. / Quienes los calzaron ya no están. / Los obligaron a arrojarse. / Habitaron el horror». El poeta se desnuda, se convierte en esqueleto, en sangre y piel, en despojo humano para sentirse humano y vivo ante la devastación y la muerte: «Y la carbonilla cayendo del cielo, / la del tren no, la de los hornos […] Llueve sobre la luna carbonilla / de los calcinados. / Se posa sobre los hombros la ceniza / y se respira las almas que ya no vuelve». Todo se ha convertido en vacío, la tierra toda grita después de silenciar el gas la humanidad entera: «Grito como este no lo hay / desde el comienzo del mundo. Se abrazaron, no sabemos más; nadie hubo nunca que lo supiera. Que llovía gas. Que el agua lo era de muerte». La guerra, el hambre y la usura, el poder enloquecido, alimaña que oscurece el día, la piel y los cabellos de las mujeres; el terror y el miedo, una escalera por posesión: «No tengo yo padre ni madre. / Esa escalera es lo único que tengo, / ya sólo queda arrojarme al vacío». Nadie como el poeta, el verdadero poeta que abrigan estos versos para hablar en nombre del amor, de ese que parece no cabe ya en la tierra: «Lo que yo amo de ti / son tus huesos. / Es tu cuerpo y lo más interno / de tu cuerpo, / allí donde nace tu saliva, / tu sangre, la luz con que miras / el mundo, la vida y hasta mí mismo […] porque tú y yo vamos a morir, / pero tus huesos y los míos / seguirán amándose / y propagándose / más allá del humo y del mundo / y de la nada». Y después del amor, más amarga la vida que acontece en el campo de exterminio: «Los crematorios estaban allí… Un diluvio de lágrimas sin sal, / para que no chisporroteen. / Para extinguir tanto fuego / como asaba las almas». 

El poeta ha querido dejar aquí su testimonio de un tiempo atroz para que nunca sea olvido, porque este es un canto del horror humano (recordando a Blas de Otero que dejó escrito: “Esto es ser hombre: horror a manos llenas”) y en é la poesía es el vuelo necesario hacia la luz y el alma: «Horror es la palabra muda / porque nada puede definirla. / Excede a lo que dice. / Pues lo que dice es el regreso / a la nada, el maldito descenso / a lo que es, sin que pueda serlo. / Horror es la palabra sin palabras». Un gran poemario, “La palabra muda”, y un gran poeta, Antonio Enrique, que renueva la fe en la verdadera poesía, capaz de conmover y  perturbar. 


Título: La palabra muda
Autor: Antonio Enrique  
Editorial: El Gallo de Oro (Bilbao, 2018)                                                            

BOABDIL. EL PRÍNCIPE DEL DÍA Y DE LA NOCHE



      SALÓN DE LECTURA ____________________Por José Antonio Santano


Boabdil
El Príncipe del Día y de la Noche

Cuántas veces, podríamos preguntarnos, en el decurso de la historia literaria en lengua castellana encontramos, desde las primeras líneas de una obra, el verdadero latir, la esencia misma de la literatura, la luz destellante del lenguaje literario, la fuerza de su desnudez y sucumbimos ante ella por sabernos asombrados y más vivos que nunca, como si una tremenda descarga, una explosión de los sentidos se apoderara de nosotros y en gozosa rendición nos dejáramos persuadir hasta la extenuación. Muy pocas, ¿tal vez cinco, una docena de veces? Pero es tan grande la punzada, su enorme placidez que, cuando así sucede, todo cambia de adentro hacia fuera, o viceversa. Es un momento mágico y único, presagio de lo que acontecerá en páginas sucesivas. Quién no recuerda algunos de esos comienzos gloriosos en los que casi aturdidos por la eclosión de la palabra escrita se presiente toda la eternidad en plenitud, como en la obra cumbre de la literatura española y universal, “Don Quijote de la Mancha”, cuando Cervantes escribe: «En un un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor»; de igual manera en otra obra imprescindible como La Regenta, Clarín escribe: «La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte.», o en esta otra del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, “El Señor Presidente”: «...¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre!». Algo parecido ocurre con una novela, pura literatura del siglo XXI, merecidamente galardonada con el Premio Andalucía de la Crítica 2017, del escritor Antonio Enrique (Granada, 1953), que nos devuelve la esperanza y la luz deslumbradora de la obra maestra, como lo es, sin duda, “Boabdil. El Príncipe del Día y de la Noche”, que se incia de la siguiente guisa: «ZAS, ZAS, EL AZADÓN. Hiende la tierra húmeda. Un hombre es quien lo blande y otro quien le mira. Las acometidas van siendo más leves, porque acaban de dar en duro. Era medianoche cuando comenzaron. Éste es el último cadáver por desenterrar hoy». Así comienza esta novela que narra las vicisitudes de los últimos días de la vida de Boabdil como rey de Granada. Una narración sólida en su estructura, para la cual su autor ha tenido que realizar un gran trabajo de documentación, pero sobre todo de creatividad. Con la publicación de “Rey Tiniebla” Antonio Enrique demostró su ilimitada capacidad de creador, de narrador de raza, y así viene a confirmarlo ahora con esta su última novela “Boabdil. El príncipe del día y de la noche”. Si en la primera parte la voz narrativa corresponde al propio Boabdil, que recorre la historia de sus muertos, que no es otra que la historia de la dinastía nazarí, de los veinticuatro sultanes de la Alhambra, contada así por quien lo tuvo todo. 



La exhumación de los reyes se convierte en el hilo conductor de la narración y Boabdil será la voz que nos acerque a su conocimiento. Es el azadón en la tierra húmeda que se hiende para desenterrar el pasado, también su destino: «¿Y qué hacer con tantos muertos; me pregunta alguien; no sé, no los distingo con esta oscuridad. Habría que arrimar el farol a sus caras, y aun así no distinguiría a tantos muertos…Ponen las momias unas sobre otras haciendo pared, una hilera de varios hacia un lado, la siguiente atrevesada. Es un muro compacto; si los dejáramos ahí fermentarían sus huesos y fraguarían en cemento. Me llevo sólo los más ilustres. Los cristianos los profanarían, luego de saquearlos. Los demás mandaré los dispersen por cárcavas del monte, en las cercanías del palacia al-Hijar, Alijares. Estos muertos son míos. Y de Granada». La voz narrativa de la segunda será la del anciano Ibrahim Eleazar al-Sabbagh, quien nada tuvo: «Ni cristiano ni moro soy, como ni hombre ni mujer. Todo me lo quitaron, nada me han dejado. Por esto, sé. Y por saber, soy. Todo me lo quitaron menos el sello que cerraba mis labios. Este sello a mi boca me lo arrebato yo. Yo soy quien se lo quita ahora». Dos enfoques narrativos para una mismo hecho, una misma historia, que hacen de esta novela una obra singular, por cuanto amalgama erudición y emoción, la fuerza indiscutible del lenguaje y una asombrosa capacidad para crear belleza. Una obra magistral que conmoverá sin duda alguna al lector que se acerque a sus páginas. Antonio Enrique ha escrito tal vez la novela de sus sueños, la que habitó siempre en su corazón y en el de la Alhambra, donde un día ya lejano alcanzó la felicidad toda.



Título: Boabdil. El Príncipe del día y de la noche
Autor:Antonio Enrique
Edita:Dauro (Granada, 2016)

BOABDIL. EL PRÍNCIPE DEL DÍA Y DE LA NOCHE



      SALÓN DE LECTURA ____________________Por José Antonio Santano


Boabdil
El Príncipe del Día y de la Noche

Cuántas veces, podríamos preguntarnos, en el decurso de la historia literaria en lengua castellana encontramos, desde las primeras líneas de una obra, el verdadero latir, la esencia misma de la literatura, la luz destellante del lenguaje literario, la fuerza de su desnudez y sucumbimos ante ella por sabernos asombrados y más vivos que nunca, como si una tremenda descarga, una explosión de los sentidos se apoderara de nosotros y en gozosa rendición nos dejáramos persuadir hasta la extenuación. Muy pocas, ¿tal vez cinco, una docena de veces? Pero es tan grande la punzada, su enorme placidez que, cuando así sucede, todo cambia de adentro hacia fuera, o viceversa. Es un momento mágico y único, presagio de lo que acontecerá en páginas sucesivas. Quién no recuerda algunos de esos comienzos gloriosos en los que casi aturdidos por la eclosión de la palabra escrita se presiente toda la eternidad en plenitud, como en la obra cumbre de la literatura española y universal, “Don Quijote de la Mancha”, cuando Cervantes escribe: «En un un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor»; de igual manera en otra obra imprescindible como La Regenta, Clarín escribe: «La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte.», o en esta otra del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, “El Señor Presidente”: «...¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre!». Algo parecido ocurre con una novela, pura literatura del siglo XXI, merecidamente galardonada con el Premio Andalucía de la Crítica 2017, del escritor Antonio Enrique (Granada, 1953), que nos devuelve la esperanza y la luz deslumbradora de la obra maestra, como lo es, sin duda, “Boabdil. El Príncipe del Día y de la Noche”, que se incia de la siguiente guisa: «ZAS, ZAS, EL AZADÓN. Hiende la tierra húmeda. Un hombre es quien lo blande y otro quien le mira. Las acometidas van siendo más leves, porque acaban de dar en duro. Era medianoche cuando comenzaron. Éste es el último cadáver por desenterrar hoy». Así comienza esta novela que narra las vicisitudes de los últimos días de la vida de Boabdil como rey de Granada. Una narración sólida en su estructura, para la cual su autor ha tenido que realizar un gran trabajo de documentación, pero sobre todo de creatividad. Con la publicación de “Rey Tiniebla” Antonio Enrique demostró su ilimitada capacidad de creador, de narrador de raza, y así viene a confirmarlo ahora con esta su última novela “Boabdil. El príncipe del día y de la noche”. Si en la primera parte la voz narrativa corresponde al propio Boabdil, que recorre la historia de sus muertos, que no es otra que la historia de la dinastía nazarí, de los veinticuatro sultanes de la Alhambra, contada así por quien lo tuvo todo. 



La exhumación de los reyes se convierte en el hilo conductor de la narración y Boabdil será la voz que nos acerque a su conocimiento. Es el azadón en la tierra húmeda que se hiende para desenterrar el pasado, también su destino: «¿Y qué hacer con tantos muertos; me pregunta alguien; no sé, no los distingo con esta oscuridad. Habría que arrimar el farol a sus caras, y aun así no distinguiría a tantos muertos…Ponen las momias unas sobre otras haciendo pared, una hilera de varios hacia un lado, la siguiente atrevesada. Es un muro compacto; si los dejáramos ahí fermentarían sus huesos y fraguarían en cemento. Me llevo sólo los más ilustres. Los cristianos los profanarían, luego de saquearlos. Los demás mandaré los dispersen por cárcavas del monte, en las cercanías del palacia al-Hijar, Alijares. Estos muertos son míos. Y de Granada». La voz narrativa de la segunda será la del anciano Ibrahim Eleazar al-Sabbagh, quien nada tuvo: «Ni cristiano ni moro soy, como ni hombre ni mujer. Todo me lo quitaron, nada me han dejado. Por esto, sé. Y por saber, soy. Todo me lo quitaron menos el sello que cerraba mis labios. Este sello a mi boca me lo arrebato yo. Yo soy quien se lo quita ahora». Dos enfoques narrativos para una mismo hecho, una misma historia, que hacen de esta novela una obra singular, por cuanto amalgama erudición y emoción, la fuerza indiscutible del lenguaje y una asombrosa capacidad para crear belleza. Una obra magistral que conmoverá sin duda alguna al lector que se acerque a sus páginas. Antonio Enrique ha escrito tal vez la novela de sus sueños, la que habitó siempre en su corazón y en el de la Alhambra, donde un día ya lejano alcanzó la felicidad toda.



Título: Boabdil. El Príncipe del día y de la noche
Autor: Antonio Enrique
Edita: Dauro (Granada, 2016)

El amigo de la luna menguante. Salón de lectura.


SALÓN DE LECTURA_
_______Por José Antonio Santano


EL AMIGO DE LA LUNA MENGUANTE

Se sabe que la fase que cierra el ciclo lunar es el de la luna menguante. Si nos atuviéramos a otros significados podríamos hablar de decrecimiento o de madurez, esa que hace posible tratar asuntos de honda sabiduría. Por eso quizá, el título de este poemario: “El amigo de la luna menguante”, cuyo autor no es otro que el gran poeta granadino Antonio Enrique, una de las voces más sugestivas de la poesía española contemporánea. ¿Qué nos quiere decir con este título el poeta, hacia qué lugar del cosmos desea que nos aventuremos en su compañía? Sin duda alguna, “El amigo de la luna menguante” es un poemario concebido desde el conocimiento y la sabiduría que el paso del tiempo ha ido acopiando en el hombre y el poeta, indistintamente, que es Antonio Enrique. De alguna manera ese ciclo vital de la luna (nacimiento y muerte) acontece también en las páginas de este poemario, en los textos que lo contienen. Ya desde el proemio se aprecia la consecuencia del haber vivido todas las soledades y silencios, de ser la nada misma, cuando el poeta se sabe casi abatido por el paso del tiempo, incluso hasta ver a Dios en los ojos de una perra: «Dios, el Todopoderoso, / no puede librar al hombre / de su inútil sufrimiento. / Ni a una perra de la maldad / de los seres humanos hechos / a su imagen y semejanza. / Por eso estaba triste Dios / en los ojos de una perra». Conocimiento, asombro y emoción en la voz del poeta, la palabra trascendida es luz y aire que habita el cosmos. El poeta es ahora “el amigo de la luna menguante”, el único ser capaz de desmembrarse en el silencio de la noche, de abismarse. En “Arco de las ardillas” plantea un diálogo continuo con la Naturalaza: árboles, nubes, pájaros, agua, tal milagro y explosión de vida: «El milagro de la creación / es lo instantáneo. Se acerca sobre mí y pasa. / Palpita su carne caliente. / El tiempo nace de la ceniza. / La luz, de la nostalgia del fuego. / Piaba casi humana», dice el poeta en el poema “Luz de enero”. En “Delicias de estío”, será el mar, el juego de los niños, el agua, y la mirada del poeta que observa y capta ese instante mágico, el reencuentro con la infancia, la vida misma en lo aparentemente intrascendente: «El mar también respira, / inspira, espira. / Su pecho huele a sal, / como las algas huelen a leche / y los peces a pájaros. / Un olor no es más que un estado febril. / El mar a estas horas / despierta. Quién supiera su olor, / cuando sueña».

En la tercera parte, “Viene gente”, las nubes, la nieve («Es un absoluto, el absoluto, la nieve. / Y es blanca, el absoluto de lo blanco»), diciembre («Qué quietud, diciembre. / El silencio es el de la tierra que duerme / y la luz perfila los árboles / con más suavidad»), el otoño en “madre naturaleza”, como único credo del poeta: «Gracias, Madre Naturaleza, […] Gracias por existir dentro y fuera de mí, / porque todo ser es de tu aliento / que está en los cielos y en la tierra / y en el agua, en la paz, en el silencio, / en el aire y en la sangre. / Gracias por morir y por vivir». Y en ese transcurrir del tiempo, el invierno en “Madre Tierra”, en el verde de clara resonancia lorquiana («Verde y el ruiseñor, / verde y las brisas, / verde el ópalo del cielo. / Huele a luz. / Y el caserío blanco / del pueblo a lo lejos», en la ciudad de Granada, cara y cruz, alborada y noche; lo existencial, el ser del ser: «Qué milagro yo / andando, respirando, mirando / en medio de tanta vida. / Qué vida tan buena ser, / solamente ser». En “El valle del Caracol” el poeta ahonda, interioriza, se pregunta y responde, filosofa, bucea en lo desconocido, es alma, puro misticismo en el poema “Mirando la salida del sol”: «Húndete en mí / y lléname de vida / cólmame de luz […] Húndete en mí, hiéndeme / mitad por mitad / para que aflore en mí el sol, / y sea como tú, incandescente», o cuando el “yo” se convierte en el “otro” y es entrega, alteridad al fin: «Amar es gravitar. Nunca estamos solos / porque un corazón y otro corazón / es un solo corazón / en el frío de la deriva sideral. […] Pero somos un solo corazón / esparcido por la galaxia. / Una sola constelación cada cuerpo / que se extiende por el infinito». Concluye el poeta Antonio Enrique con “Despedida en Isleta del Moro”. De vuelta al mar, al recuerdo de un tiempo pretérito, al fulgor de los blancos y azules de la paradisíaca Isleta del Moro: «La raíz del tiempo es el mar, / nosotros apenas uno de sus pálpitos. / Juega el niño-ola de Luis Rosales, / mientras Egea ríe y ríe sintiendo en la espuma / el vértigo que le queda por vivir. / Isleta del Moro, / donde el mar se ve llegar de lejos». Demuestra Antonio Enrique, una vez más, su sabiduría y madurez poética en este prodigioso poemario.
Título: El amigo de la luna menguante
Autor: Antonio Enrique
Edita: Carena (Barcelona, 2014)




El amigo de la luna menguante. Salón de lectura.


SALÓN DE LECTURA_
_______Por José Antonio Santano


EL AMIGO DE LA LUNA MENGUANTE

Se sabe que la fase que cierra el ciclo lunar es el de la luna menguante. Si nos atuviéramos a otros significados podríamos hablar de decrecimiento o de madurez, esa que hace posible tratar asuntos de honda sabiduría. Por eso quizá, el título de este poemario: “El amigo de la luna menguante”, cuyo autor no es otro que el gran poeta granadino Antonio Enrique, una de las voces más sugestivas de la poesía española contemporánea. ¿Qué nos quiere decir con este título el poeta, hacia qué lugar del cosmos desea que nos aventuremos en su compañía? Sin duda alguna, “El amigo de la luna menguante” es un poemario concebido desde el conocimiento y la sabiduría que el paso del tiempo ha ido acopiando en el hombre y el poeta, indistintamente, que es Antonio Enrique. De alguna manera ese ciclo vital de la luna (nacimiento y muerte) acontece también en las páginas de este poemario, en los textos que lo contienen. Ya desde el proemio se aprecia la consecuencia del haber vivido todas las soledades y silencios, de ser la nada misma, cuando el poeta se sabe casi abatido por el paso del tiempo, incluso hasta ver a Dios en los ojos de una perra: «Dios, el Todopoderoso, / no puede librar al hombre / de su inútil sufrimiento. / Ni a una perra de la maldad / de los seres humanos hechos / a su imagen y semejanza. / Por eso estaba triste Dios / en los ojos de una perra». Conocimiento, asombro y emoción en la voz del poeta, la palabra trascendida es luz y aire que habita el cosmos. El poeta es ahora “el amigo de la luna menguante”, el único ser capaz de desmembrarse en el silencio de la noche, de abismarse. En “Arco de las ardillas” plantea un diálogo continuo con la Naturalaza: árboles, nubes, pájaros, agua, tal milagro y explosión de vida: «El milagro de la creación / es lo instantáneo. Se acerca sobre mí y pasa. / Palpita su carne caliente. / El tiempo nace de la ceniza. / La luz, de la nostalgia del fuego. / Piaba casi humana», dice el poeta en el poema “Luz de enero”. En “Delicias de estío”, será el mar, el juego de los niños, el agua, y la mirada del poeta que observa y capta ese instante mágico, el reencuentro con la infancia, la vida misma en lo aparentemente intrascendente: «El mar también respira, / inspira, espira. / Su pecho huele a sal, / como las algas huelen a leche / y los peces a pájaros. / Un olor no es más que un estado febril. / El mar a estas horas / despierta. Quién supiera su olor, / cuando sueña».

En la tercera parte, “Viene gente”, las nubes, la nieve («Es un absoluto, el absoluto, la nieve. / Y es blanca, el absoluto de lo blanco»), diciembre («Qué quietud, diciembre. / El silencio es el de la tierra que duerme / y la luz perfila los árboles / con más suavidad»), el otoño en “madre naturaleza”, como único credo del poeta: «Gracias, Madre Naturaleza, […] Gracias por existir dentro y fuera de mí, / porque todo ser es de tu aliento / que está en los cielos y en la tierra / y en el agua, en la paz, en el silencio, / en el aire y en la sangre. / Gracias por morir y por vivir». Y en ese transcurrir del tiempo, el invierno en “Madre Tierra”, en el verde de clara resonancia lorquiana («Verde y el ruiseñor, / verde y las brisas, / verde el ópalo del cielo. / Huele a luz. / Y el caserío blanco / del pueblo a lo lejos», en la ciudad de Granada, cara y cruz, alborada y noche; lo existencial, el ser del ser: «Qué milagro yo / andando, respirando, mirando / en medio de tanta vida. / Qué vida tan buena ser, / solamente ser». En “El valle del Caracol” el poeta ahonda, interioriza, se pregunta y responde, filosofa, bucea en lo desconocido, es alma, puro misticismo en el poema “Mirando la salida del sol”: «Húndete en mí / y lléname de vida / cólmame de luz […] Húndete en mí, hiéndeme / mitad por mitad / para que aflore en mí el sol, / y sea como tú, incandescente», o cuando el “yo” se convierte en el “otro” y es entrega, alteridad al fin: «Amar es gravitar. Nunca estamos solos / porque un corazón y otro corazón / es un solo corazón / en el frío de la deriva sideral. […] Pero somos un solo corazón / esparcido por la galaxia. / Una sola constelación cada cuerpo / que se extiende por el infinito». Concluye el poeta Antonio Enrique con “Despedida en Isleta del Moro”. De vuelta al mar, al recuerdo de un tiempo pretérito, al fulgor de los blancos y azules de la paradisíaca Isleta del Moro: «La raíz del tiempo es el mar, / nosotros apenas uno de sus pálpitos. / Juega el niño-ola de Luis Rosales, / mientras Egea ríe y ríe sintiendo en la espuma / el vértigo que le queda por vivir. / Isleta del Moro, / donde el mar se ve llegar de lejos». Demuestra Antonio Enrique, una vez más, su sabiduría y madurez poética en este prodigioso poemario.
Título: El amigo de la luna menguante
Autor: Antonio Enrique
Edita: Carena (Barcelona, 2014)




1.- El amigo de la luna menguante. José Antonio Santano


SALÓN DE LECTURA_
_______Por José Antonio Santano


EL AMIGO DE LA LUNA MENGUANTE

Se sabe que la fase que cierra el ciclo lunar es el de la luna menguante. Si nos atuviéramos a otros significados podríamos hablar de decrecimiento o de madurez, esa que hace posible tratar asuntos de honda sabiduría. Por eso quizá, el título de este poemario: “El amigo de la luna menguante”, cuyo autor no es otro que el gran poeta granadino Antonio Enrique, una de las voces más sugestivas de la poesía española contemporánea. ¿Qué nos quiere decir con este título el poeta, hacia qué lugar del cosmos desea que nos aventuremos en su compañía? Sin duda alguna, “El amigo de la luna menguante” es un poemario concebido desde el conocimiento y la sabiduría que el paso del tiempo ha ido acopiando en el hombre y el poeta, indistintamente, que es Antonio Enrique. De alguna manera ese ciclo vital de la luna (nacimiento y muerte) acontece también en las páginas de este poemario, en los textos que lo contienen. Ya desde el proemio se aprecia la consecuencia del haber vivido todas las soledades y silencios, de ser la nada misma, cuando el poeta se sabe casi abatido por el paso del tiempo, incluso hasta ver a Dios en los ojos de una perra: «Dios, el Todopoderoso, / no puede librar al hombre / de su inútil sufrimiento. / Ni a una perra de la maldad / de los seres humanos hechos / a su imagen y semejanza. / Por eso estaba triste Dios / en los ojos de una perra». Conocimiento, asombro y emoción en la voz del poeta, la palabra trascendida es luz y aire que habita el cosmos. El poeta es ahora “el amigo de la luna menguante”, el único ser capaz de desmembrarse en el silencio de la noche, de abismarse. En “Arco de las ardillas” plantea un diálogo continuo con la Naturalaza: árboles, nubes, pájaros, agua, tal milagro y explosión de vida: «El milagro de la creación / es lo instantáneo. Se acerca sobre mí y pasa. / Palpita su carne caliente. / El tiempo nace de la ceniza. / La luz, de la nostalgia del fuego. / Piaba casi humana», dice el poeta en el poema “Luz de enero”. En “Delicias de estío”, será el mar, el juego de los niños, el agua, y la mirada del poeta que observa y capta ese instante mágico, el reencuentro con la infancia, la vida misma en lo aparentemente intrascendente: «El mar también respira, / inspira, espira. / Su pecho huele a sal, / como las algas huelen a leche / y los peces a pájaros. / Un olor no es más que un estado febril. / El mar a estas horas / despierta. Quién supiera su olor, / cuando sueña».

En la tercera parte, “Viene gente”, las nubes, la nieve («Es un absoluto, el absoluto, la nieve. / Y es blanca, el absoluto de lo blanco»), diciembre («Qué quietud, diciembre. / El silencio es el de la tierra que duerme / y la luz perfila los árboles / con más suavidad»), el otoño en “madre naturaleza”, como único credo del poeta: «Gracias, Madre Naturaleza, […] Gracias por existir dentro y fuera de mí, / porque todo ser es de tu aliento / que está en los cielos y en la tierra / y en el agua, en la paz, en el silencio, / en el aire y en la sangre. / Gracias por morir y por vivir». Y en ese transcurrir del tiempo, el invierno en “Madre Tierra”, en el verde de clara resonancia lorquiana («Verde y el ruiseñor, / verde y las brisas, / verde el ópalo del cielo. / Huele a luz. / Y el caserío blanco / del pueblo a lo lejos», en la ciudad de Granada, cara y cruz, alborada y noche; lo existencial, el ser del ser: «Qué milagro yo / andando, respirando, mirando / en medio de tanta vida. / Qué vida tan buena ser, / solamente ser». En “El valle del Caracol” el poeta ahonda, interioriza, se pregunta y responde, filosofa, bucea en lo desconocido, es alma, puro misticismo en el poema “Mirando la salida del sol”: «Húndete en mí / y lléname de vida / cólmame de luz […] Húndete en mí, hiéndeme / mitad por mitad / para que aflore en mí el sol, / y sea como tú, incandescente», o cuando el “yo” se convierte en el “otro” y es entrega, alteridad al fin: «Amar es gravitar. Nunca estamos solos / porque un corazón y otro corazón / es un solo corazón / en el frío de la deriva sideral. […] Pero somos un solo corazón / esparcido por la galaxia. / Una sola constelación cada cuerpo / que se extiende por el infinito». Concluye el poeta Antonio Enrique con “Despedida en Isleta del Moro”. De vuelta al mar, al recuerdo de un tiempo pretérito, al fulgor de los blancos y azules de la paradisíaca Isleta del Moro: «La raíz del tiempo es el mar, / nosotros apenas uno de sus pálpitos. / Juega el niño-ola de Luis Rosales, / mientras Egea ríe y ríe sintiendo en la espuma / el vértigo que le queda por vivir. / Isleta del Moro, / donde el mar se ve llegar de lejos». Demuestra Antonio Enrique, una vez más, su sabiduría y madurez poética en este prodigioso poemario.
Título: El amigo de la luna menguante
Autor: Antonio Enrique
Edita: Carena (Barcelona, 2014)




1.- El amigo de la luna menguante. José Antonio Santano


SALÓN DE LECTURA_
_______Por José Antonio Santano


EL AMIGO DE LA LUNA MENGUANTE

Se sabe que la fase que cierra el ciclo lunar es el de la luna menguante. Si nos atuviéramos a otros significados podríamos hablar de decrecimiento o de madurez, esa que hace posible tratar asuntos de honda sabiduría. Por eso quizá, el título de este poemario: “El amigo de la luna menguante”, cuyo autor no es otro que el gran poeta granadino Antonio Enrique, una de las voces más sugestivas de la poesía española contemporánea. ¿Qué nos quiere decir con este título el poeta, hacia qué lugar del cosmos desea que nos aventuremos en su compañía? Sin duda alguna, “El amigo de la luna menguante” es un poemario concebido desde el conocimiento y la sabiduría que el paso del tiempo ha ido acopiando en el hombre y el poeta, indistintamente, que es Antonio Enrique. De alguna manera ese ciclo vital de la luna (nacimiento y muerte) acontece también en las páginas de este poemario, en los textos que lo contienen. Ya desde el proemio se aprecia la consecuencia del haber vivido todas las soledades y silencios, de ser la nada misma, cuando el poeta se sabe casi abatido por el paso del tiempo, incluso hasta ver a Dios en los ojos de una perra: «Dios, el Todopoderoso, / no puede librar al hombre / de su inútil sufrimiento. / Ni a una perra de la maldad / de los seres humanos hechos / a su imagen y semejanza. / Por eso estaba triste Dios / en los ojos de una perra». Conocimiento, asombro y emoción en la voz del poeta, la palabra trascendida es luz y aire que habita el cosmos. El poeta es ahora “el amigo de la luna menguante”, el único ser capaz de desmembrarse en el silencio de la noche, de abismarse. En “Arco de las ardillas” plantea un diálogo continuo con la Naturalaza: árboles, nubes, pájaros, agua, tal milagro y explosión de vida: «El milagro de la creación / es lo instantáneo. Se acerca sobre mí y pasa. / Palpita su carne caliente. / El tiempo nace de la ceniza. / La luz, de la nostalgia del fuego. / Piaba casi humana», dice el poeta en el poema “Luz de enero”. En “Delicias de estío”, será el mar, el juego de los niños, el agua, y la mirada del poeta que observa y capta ese instante mágico, el reencuentro con la infancia, la vida misma en lo aparentemente intrascendente: «El mar también respira, / inspira, espira. / Su pecho huele a sal, / como las algas huelen a leche / y los peces a pájaros. / Un olor no es más que un estado febril. / El mar a estas horas / despierta. Quién supiera su olor, / cuando sueña».

En la tercera parte, “Viene gente”, las nubes, la nieve («Es un absoluto, el absoluto, la nieve. / Y es blanca, el absoluto de lo blanco»), diciembre («Qué quietud, diciembre. / El silencio es el de la tierra que duerme / y la luz perfila los árboles / con más suavidad»), el otoño en “madre naturaleza”, como único credo del poeta: «Gracias, Madre Naturaleza, […] Gracias por existir dentro y fuera de mí, / porque todo ser es de tu aliento / que está en los cielos y en la tierra / y en el agua, en la paz, en el silencio, / en el aire y en la sangre. / Gracias por morir y por vivir». Y en ese transcurrir del tiempo, el invierno en “Madre Tierra”, en el verde de clara resonancia lorquiana («Verde y el ruiseñor, / verde y las brisas, / verde el ópalo del cielo. / Huele a luz. / Y el caserío blanco / del pueblo a lo lejos», en la ciudad de Granada, cara y cruz, alborada y noche; lo existencial, el ser del ser: «Qué milagro yo / andando, respirando, mirando / en medio de tanta vida. / Qué vida tan buena ser, / solamente ser». En “El valle del Caracol” el poeta ahonda, interioriza, se pregunta y responde, filosofa, bucea en lo desconocido, es alma, puro misticismo en el poema “Mirando la salida del sol”: «Húndete en mí / y lléname de vida / cólmame de luz […] Húndete en mí, hiéndeme / mitad por mitad / para que aflore en mí el sol, / y sea como tú, incandescente», o cuando el “yo” se convierte en el “otro” y es entrega, alteridad al fin: «Amar es gravitar. Nunca estamos solos / porque un corazón y otro corazón / es un solo corazón / en el frío de la deriva sideral. […] Pero somos un solo corazón / esparcido por la galaxia. / Una sola constelación cada cuerpo / que se extiende por el infinito». Concluye el poeta Antonio Enrique con “Despedida en Isleta del Moro”. De vuelta al mar, al recuerdo de un tiempo pretérito, al fulgor de los blancos y azules de la paradisíaca Isleta del Moro: «La raíz del tiempo es el mar, / nosotros apenas uno de sus pálpitos. / Juega el niño-ola de Luis Rosales, / mientras Egea ríe y ríe sintiendo en la espuma / el vértigo que le queda por vivir. / Isleta del Moro, / donde el mar se ve llegar de lejos». Demuestra Antonio Enrique, una vez más, su sabiduría y madurez poética en este prodigioso poemario.
Título: El amigo de la luna menguante
Autor: Antonio Enrique
Edita: Carena (Barcelona, 2014)




Cisne esdrújulo o la poesía esencial de ANTONIO ENRIQUE

 

Confieso mi devota admiración por la poesía andaluza en general, y en particular por la que escriben algunos poetas, como es el caso del granadino Antonio Enrique.

Recientemente ha aparecido su poemario Cisne esdrújulo, editado por la Diputación de Granada, en su colección Genil de Literatura, que dirige el también poeta Antonio Carvajal. Los textos se ornamentan con unas excelentes ilustraciones del artista Miguel Rodríguez-Acosta, y están dedicados a la que fuera primera bailarina del London Festival Ballet, Trinidad Sevillano, en la actualidad apartada de los escenarios. Es la danza el eje sobre el cual gira este poemario. Cuarenta y un poemas y una coda constituyen el cuerpo de Cisne esdrújulo.

El poeta Antonio Enrique, a modo de proemio, nos invita a la lectura del libro con una cita de Li Tai Po: <>. Y eso es exactamente lo que ocurre cuando nos iniciamos en su lectura, que el vuelo nos eleva, en un solo batir de alas, a la cima de la POESÍA, con mayúscula: descriptiva y lírica a la vez, centrada argumentalmente en la danza, en ese << ser que enarca / el torso, / mientras gira los brazos>> y sobrevive a las tormentas desde el principio de los días. En ese ser que <>, y de la cual el poeta nos presenta como si se tratara de una oración, concluyente en el último verso de este primer poema.

El poeta ya no es él, sino otredad, ella, la belleza en sí misma, la danza, el arte que prodiga en su ejecución la bailarina (Te siento como si acabaran / de clavarme lanzas. / Es tu danza mi agonía […] Tú, por quien yo soy.), es la plástica del movimiento de los brazos y las piernas (Ahí / sus brazos / como Ícaro intentando volar. / Volar y volar / por un universo / donde fulguran planetas / bajo los pies.[…] De blanca, no sabe si desnuda / o envuelta en su tisú, / abre los brazos, / yergue la cabeza, alza la barbilla, / hace puntas con los pies.), la tensión del equilibrio (Nada la sostiene, cerrados / los párpados, / suspendida en el aire. / Nada como esas manos / que también bailan, se detienen / y al fin vuelan. […] El ritmo, los pies, / las manos la cadencia), el éxtasis (La vida es su pálpito / y el mundo el eje / de sus pies. / Vuelve a ser aire, con esos espamos. / Tierra, si cierra los ojos. / Agua inmóvil. / Fuego.[…] Eternidad, Trinidad. / Blanca claridad del ópalo. / Su fragilidad. / Cisne esdrújulo.) Todo en este poemario es latido intenso, y por ello el poeta describe, narra la historia de una bailarina (Yo conocí una vez a una bailarina / suave como la luz de noviembre, / gentil como una canción en medio del yerbazal.), convirtiéndose así en su cronista, en su espejo; su pasado (En una ciudad cualquiera. / Centroeuropa. / El teatro. / Frío. […] Baila, la bailarina baila / al son de una música de cisnes) y su presente, que es también el suyo, y vuelan asidos de las manos hasta alcanzar las nubes o la luna, amándose hasta la locura (Todo está en ese cuerpo al que me arrastra / el maremoto, todo me lleva a ti / y me aniquila.), alejándose así de la mediocridad de este mundo, (Y tú has llegado al infierno / para rescatar lo que de amor quedaba / en las garras de la codicia). Pero en esa búsqueda constante de la belleza, el poeta halla también el dolor de la soledad del otro, que se clava como un cuchillo (Siente frío y está sola, / camino de un hospital cualquiera: / sala de los desposeídos y quebrantados, / los sin nadie, los sin nombre.).

A pesar de todo es la magia del amor, ese encuentro de cuerpo y alma, la única verdad trascendida. El poeta siente el amor en el amor de todos los caballeros que la amaron (Las flores allí, / siempre al final de la sesión.) y ama desesperadamente (¿Por qué te siento tanto? Tengo tu voz como una espina / en la yema de la sangre.[…] Tú eres el verso infinito […] Y ella es el fulgor / de las torres y las cúpulas.). El poeta no puede sino confesarse, y se desnuda ante el lector con unos versos que bien podrían resumir esta historia: <>. Sin duda alguna Cisne esdrújulo no es un poemario cualquiera, sino el hallazgo de la esencialidad de la expresión poética; un poemario hondo y sentido, pura emoción. En él, el poeta llega a comprender <>, y por qué <>; es el dolor contrapuesto al placer de los grandes, expresado en la coda que cierra el poemario (El maestro de danza da / con el bastón / en las piernas de las bailarinas. […] Hay que complacer a los grandes / de este mundo, los ricos, los poderosos, / la realeza más infame.). He aquí, en toda su pureza, al humanista y al poeta Antonio Enrique, para quien <>.

 
  ANTONIO ENRIQUE (Granada, 1953) El presente hace el número diecinueve de sus libros de poesía, entre los que destacan El galeón atormentado, La Quibla, Beth Haim o el Reloj del infierno. En 1986 apareció su novela Armónica Montaña, a la que siguieron siete más, siento la última Rey Tiniebla (2012). Crítico en ejercicio, y académico de las Buenas Letras de Granada, es autor de los libros de ensayo Tratado de la Alambra hermética, Canon Heterodoxo y Erótica celestre, entre otros.

Antonio Enrique. Editorial Diputación de Granada 2013.
Col. Genil de Literatura. 10 euros

Cisne esdrújulo o la poesía esencial de ANTONIO ENRIQUE

 

Confieso mi devota admiración por la poesía andaluza en general, y en particular por la que escriben algunos poetas, como es el caso del granadino Antonio Enrique.

Recientemente ha aparecido su poemario Cisne esdrújulo, editado por la Diputación de Granada, en su colección Genil de Literatura, que dirige el también poeta Antonio Carvajal. Los textos se ornamentan con unas excelentes ilustraciones del artista Miguel Rodríguez-Acosta, y están dedicados a la que fuera primera bailarina del London Festival Ballet, Trinidad Sevillano, en la actualidad apartada de los escenarios. Es la danza el eje sobre el cual gira este poemario. Cuarenta y un poemas y una coda constituyen el cuerpo de Cisne esdrújulo.

El poeta Antonio Enrique, a modo de proemio, nos invita a la lectura del libro con una cita de Li Tai Po: <>. Y eso es exactamente lo que ocurre cuando nos iniciamos en su lectura, que el vuelo nos eleva, en un solo batir de alas, a la cima de la POESÍA, con mayúscula: descriptiva y lírica a la vez, centrada argumentalmente en la danza, en ese << ser que enarca / el torso, / mientras gira los brazos>> y sobrevive a las tormentas desde el principio de los días. En ese ser que <>, y de la cual el poeta nos presenta como si se tratara de una oración, concluyente en el último verso de este primer poema.

El poeta ya no es él, sino otredad, ella, la belleza en sí misma, la danza, el arte que prodiga en su ejecución la bailarina (Te siento como si acabaran / de clavarme lanzas. / Es tu danza mi agonía […] Tú, por quien yo soy.), es la plástica del movimiento de los brazos y las piernas (Ahí / sus brazos / como Ícaro intentando volar. / Volar y volar / por un universo / donde fulguran planetas / bajo los pies.[…] De blanca, no sabe si desnuda / o envuelta en su tisú, / abre los brazos, / yergue la cabeza, alza la barbilla, / hace puntas con los pies.), la tensión del equilibrio (Nada la sostiene, cerrados / los párpados, / suspendida en el aire. / Nada como esas manos / que también bailan, se detienen / y al fin vuelan. […] El ritmo, los pies, / las manos la cadencia), el éxtasis (La vida es su pálpito / y el mundo el eje / de sus pies. / Vuelve a ser aire, con esos espamos. / Tierra, si cierra los ojos. / Agua inmóvil. / Fuego.[…] Eternidad, Trinidad. / Blanca claridad del ópalo. / Su fragilidad. / Cisne esdrújulo.) Todo en este poemario es latido intenso, y por ello el poeta describe, narra la historia de una bailarina (Yo conocí una vez a una bailarina / suave como la luz de noviembre, / gentil como una canción en medio del yerbazal.), convirtiéndose así en su cronista, en su espejo; su pasado (En una ciudad cualquiera. / Centroeuropa. / El teatro. / Frío. […] Baila, la bailarina baila / al son de una música de cisnes) y su presente, que es también el suyo, y vuelan asidos de las manos hasta alcanzar las nubes o la luna, amándose hasta la locura (Todo está en ese cuerpo al que me arrastra / el maremoto, todo me lleva a ti / y me aniquila.), alejándose así de la mediocridad de este mundo, (Y tú has llegado al infierno / para rescatar lo que de amor quedaba / en las garras de la codicia). Pero en esa búsqueda constante de la belleza, el poeta halla también el dolor de la soledad del otro, que se clava como un cuchillo (Siente frío y está sola, / camino de un hospital cualquiera: / sala de los desposeídos y quebrantados, / los sin nadie, los sin nombre.).

A pesar de todo es la magia del amor, ese encuentro de cuerpo y alma, la única verdad trascendida. El poeta siente el amor en el amor de todos los caballeros que la amaron (Las flores allí, / siempre al final de la sesión.) y ama desesperadamente (¿Por qué te siento tanto? Tengo tu voz como una espina / en la yema de la sangre.[…] Tú eres el verso infinito […] Y ella es el fulgor / de las torres y las cúpulas.). El poeta no puede sino confesarse, y se desnuda ante el lector con unos versos que bien podrían resumir esta historia: <>. Sin duda alguna Cisne esdrújulo no es un poemario cualquiera, sino el hallazgo de la esencialidad de la expresión poética; un poemario hondo y sentido, pura emoción. En él, el poeta llega a comprender <>, y por qué <>; es el dolor contrapuesto al placer de los grandes, expresado en la coda que cierra el poemario (El maestro de danza da / con el bastón / en las piernas de las bailarinas. […] Hay que complacer a los grandes / de este mundo, los ricos, los poderosos, / la realeza más infame.). He aquí, en toda su pureza, al humanista y al poeta Antonio Enrique, para quien <>.

 
  ANTONIO ENRIQUE (Granada, 1953) El presente hace el número diecinueve de sus libros de poesía, entre los que destacan El galeón atormentado, La Quibla, Beth Haim o el Reloj del infierno. En 1986 apareció su novela Armónica Montaña, a la que siguieron siete más, siento la última Rey Tiniebla (2012). Crítico en ejercicio, y académico de las Buenas Letras de Granada, es autor de los libros de ensayo Tratado de la Alambra hermética, Canon Heterodoxo y Erótica celestre, entre otros.

Antonio Enrique. Editorial Diputación de Granada 2013.
Col. Genil de Literatura. 10 euros

SEPULTA PLENITUD 2023

SEPULTA PLENITUD 2023
José Antonio Santano

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)
José Antonio Santano

ALTA LUCIÉRNAGA. 2021

ALTA LUCIÉRNAGA.  2021
JOSÉ ANTONIO SANTANO

Madre lluvia. 2021

Dos orillas.2020

Dos orillas.2020

Marparaíso.2019

Marparaíso.2019

Tierra madre.2019

Cielo y Chanca.2019

Antología de poesía.2018

Antología de poesía.2018
Iberoamericana actual. 2018

Lunas de oriente.2018

La voz ausente. 2017

Humanismo Solidario.2015

Los silencios de La Cava. 2015

Tiempo gris de Cosmos.2014

TIEMPO GRIS DE COSMOS 2014


JOSÉ ANTONIO SANTANO

ISBN: 13: 978-84-942992-3-0

Clasificación: Poesía.

Tamaño: 14x21 cm

Idioma de publicación: Castellano

Edición: 1ª Ed.1ª Impr.

Fecha de impresión: Noviembre 2014

Encuadernación: Rústica con solapa

Páginas: 104

PVP: 12€

Colección: Daraxa












José Antonio Santano, en Tiempo gris de cosmos, articula un canto para “todos los habitantes del planeta”, una poetización de la realidad actual, de “abisales conductas, de feroces decretos / y sentencias, de gritos que enmudecen / en las paredes de las casas / […] / Pienso en la estricta ley del poderoso / clavándose en la carne como lanza, / en sus manos manchadas de sangre, / en sus actos inmorales, / en su oratoria de muerte”.

Por eso se adentra en la libertad de los fondos marinos de los sueños, de la fraternidad, de los bosques, para hospedarse junto al hombre marginado y ser el otro, el padre de los desheredados en un lorquiano romance sonámbulo donde, intertextualizando al granadino, afirma, superando el egocentrismo y derramándose en la otredad, “y yo que no soy yo”, ni su casa, la Tierra, es ya su casa.

José Cabrera Martos

Memorial de silencios. 2014

Memorial de silencios. 2014
He vuelto, como cada día he vuelto para enterrar los chopos bajo el rostro de los sueños, la estela del pasado, el vuelo de las manos en otoño. He vuelto para hundierme en el sonido desgarrado y monótono de teclas que en el blanco papel se precipitan, o en las horas perdidas, en despachos misteriosos de pálidos sillones. He vuelto como siempre, como siempre, para contar silencios de ultratumba -como siempre- que manchan la memoria de sangre y soledades, como siempre. He vuelto como siempre, como siempre, exhausto, con el drama en las pupilas, borracho de naufragios y derrotas.

Estación Sur. 2012

Caleidoscopio.2010

Razón de Ser.2008

El oro líquido.2008

El oro líquido.2008
El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. 2008 VVAA. El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. Edición de José Antonio Santano. Epílogo de Miguel Naveros. Diputación de Jaén. 2008.

Il volo degli Anni.2007

Trasmar.2005

Las edades de arcilla.2005

Quella strana quiete.2004

La cortaera.2004

Suerte de alquimia. 2004

Árbol de bendición.2001

La piedra escrita.2000

Exilio en Caridemo.1998

Íntima Heredad.1998

Grafías de pasión.1998

Profecía de otoño.1994

Canción popular.1986