Retomo
la lectura de la obra poética de Pilar
Quirosa con
el libro “Et
signa erunt”,
que en su traducción viene a decir algo así como “Y las señales
son”, publicado por el Ayuntamiento de Málaga en su,
desgraciadamente desaparecida, colección “Ancha del Carmen”,
título tomado en recuerdo de uno de los lugares más castizos o
emblemáticos de dicha ciudad. El poemario vio la luz en el año
2008, siendo director de la colección el también poeta y
presidente, por aquellos días, de la Asociación Colegial de
Escritores, Sección Autónoma de Andalucía José
García Pérez.
En este poemario la poeta atiende o interioriza, podríamos decir,
desde la continua observación de todo cuanto a su derredor existe y
se manifiesta, las señales, las huellas o signos que se muestran en
su desnudez absoluta y en el marco de lo cotidiano. Pilar
Quirosa
bebe de la tradición lírica española más sustanciosa para crear
su propio universo poético, por ello, ahonda en la nada para
alcanzar lo absoluto. Su capacidad para la creación es relevante, de
ahí que el legado que nos ha dejado sea extraordinariamente valioso.
Nada ni nadie podrá impedir que después de su inesperada muerte, su
obra sea divulgada como se merece, por derecho propio, por haber
conquistado con su verso limpio y cristalino un lugar destacado en el
panorama de la poesía española contemporánea, como también
andaluza. Sabía bien Pilar
de los muchos obstáculos que se cruzan en el camino, tanto por ser
poeta como mujer, pero todos los salvó con la serenidad que la
caracterizaba. En “Et
signa erunt”
nuestra poeta se nos muestra así. La madurez adquirida a través de
los años va calando hondo y permite a Pilar
trascender la realidad que vive para transformarla en otra bien
distinta, o, cuando menos, más acorde con su mirada. Es esa mirada
abarcadora de todo cuanto vive y se desvive en el interior del sujeto
poético lo que muta o varía, lo que le hace proceder de un modo u
otro, con el convencimiento de que el resultado final será una nueva
forma, un nuevo ser, un nuevo espacio o un nuevo universo, y que
podría resumirse en este verso: “En
la mística del silencio”.
En
la presente obra, “Et
signa erunt”,
son muchos los silencios sugeridos, aquellos que mantienen firme sus
convicciones de mujer y de poeta, tanto por su manera de amar y
sentir, como por su ética y estética, de quien actúa sin
limitaciones, enteramente libre. De ahí que la simbología y sus
incursiones a las diferentes realidades existentes en su mundo
interior nos guíen por lugares misteriosos y mágicos, segura de que
solo así, los lectores hallarán matices y sensaciones nunca antes
vividas. Es como un viaje sin destino preciso, pero a sabiendas que
será un viaje apasionante.
“Et
signa erunt”
es una prueba más del buen hacer de Pilar
Quirosa-Cheyrouze. El
libro está constituido por tres partes que ya en sí mismas definen
o aproximan al lector a la verdad poética de su autora. Precede a
dichas partes constitutivas del contenido una dedicatoria expresa a
Estela
Carles,
amiga de la infancia en Tetuán, hecho que nos aporta la
consideración que para la poeta tiene la amistad y la infancia, ese
inolvidable tiempo vivido en su ciudad natal: primeras relaciones y
juegos, sentires y miradas junto al mar Mediterráneo y su
inabarcable azul. Por ello, y en este sentido, la primera parte del
libro llevará por título “Alfa”
(Los días oscuros), que iniciará con una cita de nuestro olvidado
Nobel Vicente
Aleixandre:
“He nacido una noche de verano
entre dos pausas. Háblame: te escucho”.
Lo que mueve el mundo
viene dado mucho antes
de la cuenta atrás,
en juego último y necesario.
No lo dudes, amor:
lo que mueve el mundo
es el amplio espacio de tu nombre.
Las miradas marcan
el territorio de la noche
y atraviesa el cielo de agosto
una lluvia de Perseidas.
Amanece hoy
y tanta vida
se diluye ante mis ojos.
Este sol que no se apaga,
la marea oculta
y tus brazos en equilibrio.
Tanta soledad impresa.
Nacer
a la vida, que no es sino celebración, como siempre lo fue para
Pilar
Quirosa.
Vivir desde principio a fin, sin importar el tiempo, sino en la
armonía del cosmos; mirar a las estrellas, en todo lo creado allí a
lo lejos, en la oscuridad del firmamento o una noche de verano; y
escuchar lo que se habla, lo que se cuenta a la luz de esas noches
estrelladas y de luna. Todo en un único universo, creado y recreado
una vez y otra en la fantasía infantil, en la serena paz del
silencio que brama tras la hora del sueño. Navegar por del mundo a
la búsqueda siempre del amor, que nos contiene y es ofrenda siempre,
porque su verdad es una. Porque para Pilar
Quirosa
el amor es lo que mueve el mundo:
El
mundo está en todos y cada uno de nosotros, en aquellos árboles del
camino, en las aguas verdosas de un río, en las formas misteriosas
de las montañas, en la mirada que descubre el horizonte al límite,
en el vuelo de las aves. La noche y el silencio que habita al
silencio permite a la poeta contener los asombros en la mirada
siempre limpia del universo, del cielo que nunca decepciona, el juego
de los gestos y los signos que descubre a medida que vive, que siente
el agradable temblor de la palabra anidando la memoria. Mirar para
dejar la justa señal de lo vivido, la luz del cuerpo amado
ofreciéndose en su esencia:
El
tiempo fluye por el solar de la memoria, es un tiempo necesario por
soñado y vivido en aquellas noches de verano, y conformación luego
de los años en esa especie de limbo que nos avisa y nos reclama la
vida en soledad que la lejanía impone:
Quirosa
se recrea en la noche y el amor que la soledad recuerda si miras al
instante el estrellado cielo del estío que nos deslumbra y ciega,
como si solo existiera la luciérnaga viva del amor en todas las
cosas del mundo. No se puede vivir de espaldas a la vida, a lo que
nos alegra como a lo que nos entristece, porque lo uno y lo otro
forma parte de ella, y Pilar
Quirosa,
la poeta y la mujer bien lo sabe, por conocimiento y por vivido. En
esa diatriba el tiempo se rebela y actúa como señal de destino:
En estas horas, hoy,
sólo quería el roce de tu mano
y olvidar la perenne amenaza
del destino.
¿Es
una amenaza, realmente, el destino? Piensa la poeta que en ese
laberinto que se supone es el mundo, corre peligro, porque el tiempo
es pura soledad, el vacío que muestra sus fauces cada noche. ¿Y el
sueño, el deseo de ser y conquistar otros espacios, otro tiempo de
luz y armonía, dónde encontrarlo? La respuesta no puede ser sino el
amor, y hasta ese amor vuela en las alas del verso, en la ardentía
de la palabra creando mundos distintos y armoniosos. Es el amor la
única salida en la oscura y calma noche, cercana a los lugares que
ama, a la mar de su infancia, de su vida:
Abrazas, amor,
pequeñas estelas de tiempo.
La noche en Aguadulce
y este espacio de noviembre,
despertando a la mirada.
Aquellas luces primeras
—relájate y confía en la sabiduría
del mar— allá a lo lejos,
hoy tan cerca, hora breve,
largos días,
intuyendo el horizonte.
El
mar de Aguadulce, tan cercana a su ciudad de Almería, su Avda.
Madrid donde los días transcurren en candente soledad, amasando
sueños en su salón de siempre, allí donde recibe a los amigos o
enseña a los adolescentes, allí, tan cerca y tan lejos de las
pasiones; observadora tras la cristalera de cuanto acontece y sueña.
En su cotidiana existencia se aferra a los símbolos, a las señales
o signos que la vida pone en su camino, esperando hallar la luz en
cada esquina, en calles y plazas, en la mar que aroma de algas y
salitre la vida:
Somete la sinrazón a la duda.
Y regresa luego, despacio,
sin detenerte.
Es el juego de la existencia.
Et signa erunt.
Las
señales que son, todas
en una misma voz. Voz del tiempo y la memoria en la luminosa palabra,
amorosa, solidaria y humana, por no ser ajena al dolor y las penurias
del mundo. Una voz alarmada por los acontecimientos:
Ahí van los Señores de la Guerra.
Van bebiendo de sus acres sabores
en chamuscadas derrotas.
Y se lavan el honor y la honra
desde su condición ofídica.
tu abrazo inesperado.
Acontecimientos
que pueden concretarse en uno, tal fue el 11-M, cuando dos aviones se
estrellaron contra las Torres Gemelas en la ciudad de Nueva York, con
el resultado terrible de cientos y cientos de muertos, unos presos
del fuego y otros de la desesperación al saltar desde las ventanas
de los rascacielos al vacío. De nuevo la sangre y los cipreses como
símbolos de la muerte, como verdaderos Jinetes
del Apocalipsis.
Todo parecía sucumbir, el mundo entero estaba en inminente peligro a
causa de los fundamentalismos existentes, del terror sin más. Por
ello la poeta se siente perdida en su soledad cotidiana, e impotente,
no puede sino dolerse de todo cuanto sucede en el mundo, al pueblo
americano, que es ahora también su pueblo y sus moradores sus
hermanos. Ese amor fraternal anida en su corazón y en su
pensamiento, no es ajena al dolor del “otro”, y de ahí que
quiera reflejarlo en versos tales como:
Me está doliendo la herida
abierta del corazón
de la tierra,
la memoria brutalmente
detenida, el dolor
del silencio.
Me duele la sinrazón
de este tiempo inclemente,
las horas amputadas a la vida,
la angustia, el desamparo.
Y
sentencia la poeta:
“Me duele este once de marzo, /
nacido desde el temblor de la Historia,
en los andenes de la cercana primavera”.
Así
su mirada que es un abrazo fraterno al “otro”, al que muere y al
que sufre, al que nunca más volverá a ser el mismo. Es la emoción
trascendida, el corazón abierto para refugio del dolor lo que
cuenta, por muchos que sean los cuerpos sepultados entre los
escombros para mirar los cuerpos fantasmales, bañados de ceniza,
alquitranados…Es esa mirada de poeta sabedor de su lugar en el
mundo, de su canto y los silencios. En ese estar también acoge el
verdadero significado de la amistad, tan enriquecedora, como legado
del saber en el otro, aun distinto pero cercano en la propia
concepción de un mundo afable. Por ello recuerda al poeta cordobés
Vicente
Núñez,
seguramente asido a una copa de vino en su taberna de siempre, “El
Tuta”,
en la plaza Octogonal de la cordobesa Aguilar de la Frontera, y así
lo cita como “voz alada en sentimiento”, y escribe estos versos
correspondientes a “Poema
último”:
Y al contacto
del lenguaje y de sus signos
navegamos —fieles, siempre—
por nuestra intensa memoria.
Acercados al misterio,
prolongamos el discurso
definitivo del ser último
que se atrevió a redimirnos,
inundado de atardeceres,
más allá de la partida.
No
pierde ocasión Pilar
Quirosa
para mostrar su mediterraneidad como incansable navegante, sea por
los múltiples vericuetos de la vida (“Navegábamos / por el
sendero de la Historia”), porque en ese trance la Historia siempre
“plena de
signos y de infinitas sombras”,
vislumbra el solar de la memoria y todo lo pretérito es trascendido
a una realidad presente, y, a veces, también futura.
La
segunda parte del libro se acoge al título Épsilon
(Los ritos olvidados),
precedida por una cita del poeta Jorge
Guillén:
“Noche mucho más noche:
el amor ya es un hecho”.
De
nuevo la noche como íntimo paisaje para el amor, en el que los
silencios y las sombras, señalan la dirección del misterio y los
asombros. Amor y Naturaleza en perfecta simbiosis (hojarasca de
otoño, acantilado, altas copas de pinos, monte Athos…):
“Sólo las aguas, amor,
tratando de borrar el espejismo”.
El
paisaje de lo vivido en amorosa entrega, desde la altura de una torre
tal es el poema dedicado a Neus
Bonet y
titulado “Tour
Eiffel”:
“En este espacio
último, París, en clave /
de hierro y de nostalgia. //
París es una urgencia
que nos convoca al deseo”.
Justamente
épsilon es
la quinta letra de las 24 que componen el alfabeto griego, y si nos
atenemos a la numerología el 5 simboliza la libertad, siendo en la
estructura del libro la parte central. En ella la melancolía o la
nostalgia de la ausencia del padre:
Padre, sé que no estás,
pero te presiento,
en cada contraluz,
en el vuelo de los pájaros.
Y sé que vendrás
una noche, para siempre.
Quizá
ahora, en no se sabe qué lugar, pero seguro la poeta se halle junto
a él, liberada en ese espacio cósmico que tanto amaba. Los lugares
amados están muy presentes, de ahí su rescate como en los poemas
“En
Formentor”, “Camino de Aurillac”, “Zona Cero”, “Amanecer
en Valldemossa,
pero también y como parte del paisaje las sombras, el ocaso, el
horizonte que no es sino la palabra, esa luz que nos acoge y nos
alimenta los días, como recoge el poema “Horizonte”,
dedicado a su amiga bibliotecaria María
José Rufete:
Jamás perece la luz
si navega la esperanza.
Nos llueve el silencio
y nos colma, voz de vida,
cuando nos abraza la palabra.
Ya
en la tercera y última parte del libro, correspondiente a “Omega
(Tempus fugit)”,
representada por la última palabra del alfabeto griego, nos alumbra
con en lo que pudiera ser su significado con una cita de Virgilio
“Caelum hoc et conscia sidera testor”.
La poeta viene a querer decirnos que el cielo y las estrellas son los
testigos cómplices de un tiempo que nos pasará, de ahí su
preocupación por el tiempo, la conciencia de su fugacidad, como lo
es la propia vida. Por ello vuelve al viaje, a navegar por todos los
mares posibles, a sabiendas que en ellos hallará naufragios y
derrotas, pero en la esperanza que alcanzará el horizonte, y con
ello, la tierra prometida, su propio universo. Ahonda en los
significados y signos de la tradición clásica del mundo antiguo y
es una guerrera más, una Ulises dispuesta a conquistar sus sueños:
Llueve intensamente,
y soy testigo
de una estirpe por llegar,
una leyenda negra
de mortandad y de oprobios,
cerca de los pueblos del mar.
El
enemigo, su enemigo ahora es el tiempo:
“Enemigo mío, cruel tiempo,
pesadilla inmensa
generada por los lustros.
Jabalina letal
atravesando músculos y arena”.
Y
piensa en regresar, pero ¿a qué mágico lugar, a qué ciudad, a qué
playa o mar?; sí, el horizonte soñado todavía refulge en su
memoria:
Amante y seductor de las estrellas
que todavía brillan en el horizonte,
cálido regreso a Medina Habu,
posible paraíso iluminado.
Más allá de la última playa,
más allá del Egeo,
la única salida posible.
El
viaje, la partida hacia lugares desconocidos, no es sino sinónimo de
sueño, de quimeras en la poesía de Pilar
Quirosa,
de tal manera que esa vital necesidad hace que piense y reflexione
sobre la fugacidad del tiempo, por más que la esperanza de amar y
ser amada sea el deseo que silencia ese tiempo de espera, ese cruel
tiempo que se nos escapa presuroso. Alfa y omega, principio y fin, y
un “Postrer gesto” que define la verdad poética de Pilar
Quirosa
cuando escribe, como colofón a este poemario los siguientes versos:
Beso mi única bandera:
las sábanas que ocultan tu cuerpo.