El acto de crear es algo enigmático, difícil de explicar por cuanto en él inciden aspectos de muy variada índole y que podríamos resumir en dos ámbitos fundamentales: uno subjetivo y otro objetivo. Sin embargo y, ateniéndonos a esta clasificación básica no podemos obviar ese otro carácter que trasciende lo subjetivo para adentrarse en un universo tan desconocido para el autor como mágico, hasta el punto de transgredir, incluso, la norma en sí misma. Es un momento único y grande, incluso a veces ininteligible, y aún así, fulgurante, en el cual la palabra se convierte en el hecho ontológico por naturaleza. Frente a frente creador y abismo (página en blanco) inician el ritual de la escritura, ese proceso de entrega y sumisión a la palabra que marca el espacio y el tiempo, la inmensa infinitud del vacío, traspasando todas las fronteras para alumbrar la más grande creación jamás concebida: la poesía. También con relación al hecho de la creación el profesor José Cenizo ha incidido y ahondado, y escrito lo siguiente: «Todo acto creador, y el poético aún más, es una excitante y nebulosa espera. La espera de la palabra exacta, como quería Juan Ramón Jiménez, para ahondar en la realidad. La palabra del poeta, siempre, ha de ser creadora, o recreadora; ha de nombrar por vez primera lo que, sólo aparentemente, ya ha sido nombrado mil veces en el discurso cotidiano e incluso literario. Diversos críticos han llamado a este proceso sustitución, desvío, desautomatización, etc. Quizá habría que llamarlo, sencillamente, milagro. Especie de revelación mágica de la verdadera palabra poética». En esa innegable condición de creador, amigos lectores, tenemos que situar al profesor y poeta Mohamed Doggui (Túnez, 1956) que, además, tiene como máxima de su expresión literaria la lengua española. Ya en su anterior entrega poética, La sonrisa silábica, pudimos comprobar este extremo, como así lo dejó patente quién ejerció de prologuista en aquella ocasión, el también poeta Manuel Gahete, al afirmar: «Mohamed Doggui conoce bien la naturaleza humana y establece con el lenguaje un pacto solidario, tintando su palabra de sutil ironía, iluminando el sendero en sombra con un cristal de luz que nos allega, que nos unge de afectos, que nos inclina a ver el mundo con rozagante perplejidad, como si cada día fuera nuevo y redescubierto por el asombro del amor». Si la publicación de La sonrisa silábica contenía una «clara influencia de la tradición poética árabe y española, de forma que la brevedad del verso, de metro octosílabo, la observación reflexiva de la realidad que se presenta ante sus ojos, donde la ironía ocupa un lugar predominante, y el mestizaje idiomática, hacen de Dogui un poeta singular», (Diario de Almería, 7.8.2016), habría que añadir de expresión en lengua española (extraordinaria influencia del Romancero) es la marca más significativa; en esta nueva entrega, bajo el título Derroche de azabache, nuestro poeta repite la experiencia con una variedad temática notoria y algún añadido como es el caso del verso endecasílabo, aunque en menor proporción que el octosílabo. Derroche de azabache representa esa otra realidad que trasciende a la luz y que se halla en la oscuridad y el silencio, porque Doggui también ahonda e interioriza el mundo que le rodea; regresa a los orígenes, a la raíz ontológica para mostrarnos a partir de los elementos naturales, en este caso del azabache, en su doble significado: de una parte, por ser un mineral frágil pero de un bello y luminoso negror; de otra, por su carácter protector, de piedra mágica usada como talismán. Realidad y magia en perfecta comunión, unidas por el lazo de la fraternidad humana, representada en la brevedad estrófica y en los versos octosílabos que el poeta compone y engarza como si se tratara de una piedra preciosa. La frescura, el gracejo de la lírica popular y la sutil ironía contenidos en los algo más de setenta poemas de Derroche de azabache constituyen el universo poético de Doggui. Del puro negror del azabache nace la luz que fulge en la mirada del poeta, la voz plena de ferviente humanidad, que regresa del abismo, del desierto y sus silencios para convertirse en agua marina, en luna que ilumina la infinitud mediterránea del amor proclamado en la soledad de las noches. Derroche de azabache es un libro para leer despacio, de manera que intimes con su creador, que sustancies la palabra poética sin hostigarla, sin apremiarla en su conclusión, todo lo contrario, has de paladear sus sílabas como se paladea un buen vino, seguro de alcanzar así la más placentera de las sensaciones. Ahondar en la condición mestiza del lenguaje y comprobar la riqueza que aporta esa armoniosa alquimia, alejándose así de la imposición de molde alguno: «Siempre que conforme bien / mi íntimo y hondo sentir; / poco me importa que el molde / proceda de mi Arabia / o provenga de tu Iberia». Con estos versos de Mohamed Doggui les animo a la lectura de este libro que seguro les proporcionará momentos tan reflexivos como gratificantes.
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DERROCHE DE AZABACHE. MOHAMED DOGGUI por JOSÉ ANTONIO SANTANO
El acto de crear es algo enigmático, difícil de explicar por cuanto en él inciden aspectos de muy variada índole y que podríamos resumir en dos ámbitos fundamentales: uno subjetivo y otro objetivo. Sin embargo y, ateniéndonos a esta clasificación básica no podemos obviar ese otro carácter que trasciende lo subjetivo para adentrarse en un universo tan desconocido para el autor como mágico, hasta el punto de transgredir, incluso, la norma en sí misma. Es un momento único y grande, incluso a veces ininteligible, y aún así, fulgurante, en el cual la palabra se convierte en el hecho ontológico por naturaleza. Frente a frente creador y abismo (página en blanco) inician el ritual de la escritura, ese proceso de entrega y sumisión a la palabra que marca el espacio y el tiempo, la inmensa infinitud del vacío, traspasando todas las fronteras para alumbrar la más grande creación jamás concebida: la poesía. También con relación al hecho de la creación el profesor José Cenizo ha incidido y ahondado, y escrito lo siguiente: «Todo acto creador, y el poético aún más, es una excitante y nebulosa espera. La espera de la palabra exacta, como quería Juan Ramón Jiménez, para ahondar en la realidad. La palabra del poeta, siempre, ha de ser creadora, o recreadora; ha de nombrar por vez primera lo que, sólo aparentemente, ya ha sido nombrado mil veces en el discurso cotidiano e incluso literario. Diversos críticos han llamado a este proceso sustitución, desvío, desautomatización, etc. Quizá habría que llamarlo, sencillamente, milagro. Especie de revelación mágica de la verdadera palabra poética». En esa innegable condición de creador, amigos lectores, tenemos que situar al profesor y poeta Mohamed Doggui (Túnez, 1956) que, además, tiene como máxima de su expresión literaria la lengua española. Ya en su anterior entrega poética, La sonrisa silábica, pudimos comprobar este extremo, como así lo dejó patente quién ejerció de prologuista en aquella ocasión, el también poeta Manuel Gahete, al afirmar: «Mohamed Doggui conoce bien la naturaleza humana y establece con el lenguaje un pacto solidario, tintando su palabra de sutil ironía, iluminando el sendero en sombra con un cristal de luz que nos allega, que nos unge de afectos, que nos inclina a ver el mundo con rozagante perplejidad, como si cada día fuera nuevo y redescubierto por el asombro del amor». Si la publicación de La sonrisa silábica contenía una «clara influencia de la tradición poética árabe y española, de forma que la brevedad del verso, de metro octosílabo, la observación reflexiva de la realidad que se presenta ante sus ojos, donde la ironía ocupa un lugar predominante, y el mestizaje idiomática, hacen de Dogui un poeta singular», (Diario de Almería, 7.8.2016), habría que añadir de expresión en lengua española (extraordinaria influencia del Romancero) es la marca más significativa; en esta nueva entrega, bajo el título Derroche de azabache, nuestro poeta repite la experiencia con una variedad temática notoria y algún añadido como es el caso del verso endecasílabo, aunque en menor proporción que el octosílabo. Derroche de azabache representa esa otra realidad que trasciende a la luz y que se halla en la oscuridad y el silencio, porque Doggui también ahonda e interioriza el mundo que le rodea; regresa a los orígenes, a la raíz ontológica para mostrarnos a partir de los elementos naturales, en este caso del azabache, en su doble significado: de una parte, por ser un mineral frágil pero de un bello y luminoso negror; de otra, por su carácter protector, de piedra mágica usada como talismán. Realidad y magia en perfecta comunión, unidas por el lazo de la fraternidad humana, representada en la brevedad estrófica y en los versos octosílabos que el poeta compone y engarza como si se tratara de una piedra preciosa. La frescura, el gracejo de la lírica popular y la sutil ironía contenidos en los algo más de setenta poemas de Derroche de azabache constituyen el universo poético de Doggui. Del puro negror del azabache nace la luz que fulge en la mirada del poeta, la voz plena de ferviente humanidad, que regresa del abismo, del desierto y sus silencios para convertirse en agua marina, en luna que ilumina la infinitud mediterránea del amor proclamado en la soledad de las noches. Derroche de azabache es un libro para leer despacio, de manera que intimes con su creador, que sustancies la palabra poética sin hostigarla, sin apremiarla en su conclusión, todo lo contrario, has de paladear sus sílabas como se paladea un buen vino, seguro de alcanzar así la más placentera de las sensaciones. Ahondar en la condición mestiza del lenguaje y comprobar la riqueza que aporta esa armoniosa alquimia, alejándose así de la imposición de molde alguno: «Siempre que conforme bien / mi íntimo y hondo sentir; / poco me importa que el molde / proceda de mi Arabia / o provenga de tu Iberia». Con estos versos de Mohamed Doggui les animo a la lectura de este libro que seguro les proporcionará momentos tan reflexivos como gratificantes.
DERROCHE DE AZABACHE. MOHAMED DOGGUI por JOSÉ ANTONIO SANTANO
El acto de crear es algo enigmático, difícil de explicar por cuanto en él inciden aspectos de muy variada índole y que podríamos resumir en dos ámbitos fundamentales: uno subjetivo y otro objetivo. Sin embargo y, ateniéndonos a esta clasificación básica no podemos obviar ese otro carácter que trasciende lo subjetivo para adentrarse en un universo tan desconocido para el autor como mágico, hasta el punto de transgredir, incluso, la norma en sí misma. Es un momento único y grande, incluso a veces ininteligible, y aún así, fulgurante, en el cual la palabra se convierte en el hecho ontológico por naturaleza. Frente a frente creador y abismo (página en blanco) inician el ritual de la escritura, ese proceso de entrega y sumisión a la palabra que marca el espacio y el tiempo, la inmensa infinitud del vacío, traspasando todas las fronteras para alumbrar la más grande creación jamás concebida: la poesía. También con relación al hecho de la creación el profesor José Cenizo ha incidido y ahondado, y escrito lo siguiente: «Todo acto creador, y el poético aún más, es una excitante y nebulosa espera. La espera de la palabra exacta, como quería Juan Ramón Jiménez, para ahondar en la realidad. La palabra del poeta, siempre, ha de ser creadora, o recreadora; ha de nombrar por vez primera lo que, sólo aparentemente, ya ha sido nombrado mil veces en el discurso cotidiano e incluso literario. Diversos críticos han llamado a este proceso sustitución, desvío, desautomatización, etc. Quizá habría que llamarlo, sencillamente, milagro. Especie de revelación mágica de la verdadera palabra poética». En esa innegable condición de creador, amigos lectores, tenemos que situar al profesor y poeta Mohamed Doggui (Túnez, 1956) que, además, tiene como máxima de su expresión literaria la lengua española. Ya en su anterior entrega poética, La sonrisa silábica, pudimos comprobar este extremo, como así lo dejó patente quién ejerció de prologuista en aquella ocasión, el también poeta Manuel Gahete, al afirmar: «Mohamed Doggui conoce bien la naturaleza humana y establece con el lenguaje un pacto solidario, tintando su palabra de sutil ironía, iluminando el sendero en sombra con un cristal de luz que nos allega, que nos unge de afectos, que nos inclina a ver el mundo con rozagante perplejidad, como si cada día fuera nuevo y redescubierto por el asombro del amor». Si la publicación de La sonrisa silábica contenía una «clara influencia de la tradición poética árabe y española, de forma que la brevedad del verso, de metro octosílabo, la observación reflexiva de la realidad que se presenta ante sus ojos, donde la ironía ocupa un lugar predominante, y el mestizaje idiomática, hacen de Dogui un poeta singular», (Diario de Almería, 7.8.2016), habría que añadir de expresión en lengua española (extraordinaria influencia del Romancero) es la marca más significativa; en esta nueva entrega, bajo el título Derroche de azabache, nuestro poeta repite la experiencia con una variedad temática notoria y algún añadido como es el caso del verso endecasílabo, aunque en menor proporción que el octosílabo. Derroche de azabache representa esa otra realidad que trasciende a la luz y que se halla en la oscuridad y el silencio, porque Doggui también ahonda e interioriza el mundo que le rodea; regresa a los orígenes, a la raíz ontológica para mostrarnos a partir de los elementos naturales, en este caso del azabache, en su doble significado: de una parte, por ser un mineral frágil pero de un bello y luminoso negror; de otra, por su carácter protector, de piedra mágica usada como talismán. Realidad y magia en perfecta comunión, unidas por el lazo de la fraternidad humana, representada en la brevedad estrófica y en los versos octosílabos que el poeta compone y engarza como si se tratara de una piedra preciosa. La frescura, el gracejo de la lírica popular y la sutil ironía contenidos en los algo más de setenta poemas de Derroche de azabache constituyen el universo poético de Doggui. Del puro negror del azabache nace la luz que fulge en la mirada del poeta, la voz plena de ferviente humanidad, que regresa del abismo, del desierto y sus silencios para convertirse en agua marina, en luna que ilumina la infinitud mediterránea del amor proclamado en la soledad de las noches. Derroche de azabache es un libro para leer despacio, de manera que intimes con su creador, que sustancies la palabra poética sin hostigarla, sin apremiarla en su conclusión, todo lo contrario, has de paladear sus sílabas como se paladea un buen vino, seguro de alcanzar así la más placentera de las sensaciones. Ahondar en la condición mestiza del lenguaje y comprobar la riqueza que aporta esa armoniosa alquimia, alejándose así de la imposición de molde alguno: «Siempre que conforme bien / mi íntimo y hondo sentir; / poco me importa que el molde / proceda de mi Arabia / o provenga de tu Iberia». Con estos versos de Mohamed Doggui les animo a la lectura de este libro que seguro les proporcionará momentos tan reflexivos como gratificantes.
DERROCHE DE AZABACHE. MOHAMED DOGGUI. por JOSÉ ANTONIO SANTANO.
El acto de crear es algo enigmático, difícil de explicar por cuanto en él inciden aspectos de muy variada índole y que podríamos resumir en dos ámbitos fundamentales: uno subjetivo y otro objetivo. Sin embargo y, ateniéndonos a esta clasificación básica no podemos obviar ese otro carácter que trasciende lo subjetivo para adentrarse en un universo tan desconocido para el autor como mágico, hasta el punto de transgredir, incluso, la norma en sí misma. Es un momento único y grande, incluso a veces ininteligible, y aún así, fulgurante, en el cual la palabra se convierte en el hecho ontológico por naturaleza. Frente a frente creador y abismo (página en blanco) inician el ritual de la escritura, ese proceso de entrega y sumisión a la palabra que marca el espacio y el tiempo, la inmensa infinitud del vacío, traspasando todas las fronteras para alumbrar la más grande creación jamás concebida: la poesía. También con relación al hecho de la creación el profesor José Cenizo ha incidido y ahondado, y escrito lo siguiente: «Todo acto creador, y el poético aún más, es una excitante y nebulosa espera. La espera de la palabra exacta, como quería Juan Ramón Jiménez, para ahondar en la realidad. La palabra del poeta, siempre, ha de ser creadora, o recreadora; ha de nombrar por vez primera lo que, sólo aparentemente, ya ha sido nombrado mil veces en el discurso cotidiano e incluso literario. Diversos críticos han llamado a este proceso sustitución, desvío, desautomatización, etc. Quizá habría que llamarlo, sencillamente, milagro. Especie de revelación mágica de la verdadera palabra poética». En esa innegable condición de creador, amigos lectores, tenemos que situar al profesor y poeta Mohamed Doggui (Túnez, 1956) que, además, tiene como máxima de su expresión literaria la lengua española. Ya en su anterior entrega poética, La sonrisa silábica, pudimos comprobar este extremo, como así lo dejó patente quién ejerció de prologuista en aquella ocasión, el también poeta Manuel Gahete, al afirmar: «Mohamed Doggui conoce bien la naturaleza humana y establece con el lenguaje un pacto solidario, tintando su palabra de sutil ironía, iluminando el sendero en sombra con un cristal de luz que nos allega, que nos unge de afectos, que nos inclina a ver el mundo con rozagante perplejidad, como si cada día fuera nuevo y redescubierto por el asombro del amor». Si la publicación de La sonrisa silábica contenía una «clara influencia de la tradición poética árabe y española, de forma que la brevedad del verso, de metro octosílabo, la observación reflexiva de la realidad que se presenta ante sus ojos, donde la ironía ocupa un lugar predominante, y el mestizaje idiomática, hacen de Dogui un poeta singular», (Diario de Almería, 7.8.2016), habría que añadir de expresión en lengua española (extraordinaria influencia del Romancero) es la marca más significativa; en esta nueva entrega, bajo el título Derroche de azabache, nuestro poeta repite la experiencia con una variedad temática notoria y algún añadido como es el caso del verso endecasílabo, aunque en menor proporción que el octosílabo. Derroche de azabache representa esa otra realidad que trasciende a la luz y que se halla en la oscuridad y el silencio, porque Doggui también ahonda e interioriza el mundo que le rodea; regresa a los orígenes, a la raíz ontológica para mostrarnos a partir de los elementos naturales, en este caso del azabache, en su doble significado: de una parte, por ser un mineral frágil pero de un bello y luminoso negror; de otra, por su carácter protector, de piedra mágica usada como talismán. Realidad y magia en perfecta comunión, unidas por el lazo de la fraternidad humana, representada en la brevedad estrófica y en los versos octosílabos que el poeta compone y engarza como si se tratara de una piedra preciosa. La frescura, el gracejo de la lírica popular y la sutil ironía contenidos en los algo más de setenta poemas de Derroche de azabache constituyen el universo poético de Doggui. Del puro negror del azabache nace la luz que fulge en la mirada del poeta, la voz plena de ferviente humanidad, que regresa del abismo, del desierto y sus silencios para convertirse en agua marina, en luna que ilumina la infinitud mediterránea del amor proclamado en la soledad de las noches. Derroche de azabache es un libro para leer despacio, de manera que intimes con su creador, que sustancies la palabra poética sin hostigarla, sin apremiarla en su conclusión, todo lo contrario, has de paladear sus sílabas como se paladea un buen vino, seguro de alcanzar así la más placentera de las sensaciones. Ahondar en la condición mestiza del lenguaje y comprobar la riqueza que aporta esa armoniosa alquimia, alejándose así de la imposición de molde alguno: «Siempre que conforme bien / mi íntimo y hondo sentir; / poco me importa que el molde / proceda de mi Arabia / o provenga de tu Iberia». Con estos versos de Mohamed Doggui les animo a la lectura de este libro que seguro les proporcionará momentos tan reflexivos como gratificantes.
DERROCHE DE AZABACHE. MOHAMED DOGGUI. por JOSÉ ANTONIO SANTANO.
El acto de crear es algo enigmático, difícil de explicar por cuanto en él inciden aspectos de muy variada índole y que podríamos resumir en dos ámbitos fundamentales: uno subjetivo y otro objetivo. Sin embargo y, ateniéndonos a esta clasificación básica no podemos obviar ese otro carácter que trasciende lo subjetivo para adentrarse en un universo tan desconocido para el autor como mágico, hasta el punto de transgredir, incluso, la norma en sí misma. Es un momento único y grande, incluso a veces ininteligible, y aún así, fulgurante, en el cual la palabra se convierte en el hecho ontológico por naturaleza. Frente a frente creador y abismo (página en blanco) inician el ritual de la escritura, ese proceso de entrega y sumisión a la palabra que marca el espacio y el tiempo, la inmensa infinitud del vacío, traspasando todas las fronteras para alumbrar la más grande creación jamás concebida: la poesía. También con relación al hecho de la creación el profesor José Cenizo ha incidido y ahondado, y escrito lo siguiente: «Todo acto creador, y el poético aún más, es una excitante y nebulosa espera. La espera de la palabra exacta, como quería Juan Ramón Jiménez, para ahondar en la realidad. La palabra del poeta, siempre, ha de ser creadora, o recreadora; ha de nombrar por vez primera lo que, sólo aparentemente, ya ha sido nombrado mil veces en el discurso cotidiano e incluso literario. Diversos críticos han llamado a este proceso sustitución, desvío, desautomatización, etc. Quizá habría que llamarlo, sencillamente, milagro. Especie de revelación mágica de la verdadera palabra poética». En esa innegable condición de creador, amigos lectores, tenemos que situar al profesor y poeta Mohamed Doggui (Túnez, 1956) que, además, tiene como máxima de su expresión literaria la lengua española. Ya en su anterior entrega poética, La sonrisa silábica, pudimos comprobar este extremo, como así lo dejó patente quién ejerció de prologuista en aquella ocasión, el también poeta Manuel Gahete, al afirmar: «Mohamed Doggui conoce bien la naturaleza humana y establece con el lenguaje un pacto solidario, tintando su palabra de sutil ironía, iluminando el sendero en sombra con un cristal de luz que nos allega, que nos unge de afectos, que nos inclina a ver el mundo con rozagante perplejidad, como si cada día fuera nuevo y redescubierto por el asombro del amor». Si la publicación de La sonrisa silábica contenía una «clara influencia de la tradición poética árabe y española, de forma que la brevedad del verso, de metro octosílabo, la observación reflexiva de la realidad que se presenta ante sus ojos, donde la ironía ocupa un lugar predominante, y el mestizaje idiomática, hacen de Dogui un poeta singular», (Diario de Almería, 7.8.2016), habría que añadir de expresión en lengua española (extraordinaria influencia del Romancero) es la marca más significativa; en esta nueva entrega, bajo el título Derroche de azabache, nuestro poeta repite la experiencia con una variedad temática notoria y algún añadido como es el caso del verso endecasílabo, aunque en menor proporción que el octosílabo. Derroche de azabache representa esa otra realidad que trasciende a la luz y que se halla en la oscuridad y el silencio, porque Doggui también ahonda e interioriza el mundo que le rodea; regresa a los orígenes, a la raíz ontológica para mostrarnos a partir de los elementos naturales, en este caso del azabache, en su doble significado: de una parte, por ser un mineral frágil pero de un bello y luminoso negror; de otra, por su carácter protector, de piedra mágica usada como talismán. Realidad y magia en perfecta comunión, unidas por el lazo de la fraternidad humana, representada en la brevedad estrófica y en los versos octosílabos que el poeta compone y engarza como si se tratara de una piedra preciosa. La frescura, el gracejo de la lírica popular y la sutil ironía contenidos en los algo más de setenta poemas de Derroche de azabache constituyen el universo poético de Doggui. Del puro negror del azabache nace la luz que fulge en la mirada del poeta, la voz plena de ferviente humanidad, que regresa del abismo, del desierto y sus silencios para convertirse en agua marina, en luna que ilumina la infinitud mediterránea del amor proclamado en la soledad de las noches. Derroche de azabache es un libro para leer despacio, de manera que intimes con su creador, que sustancies la palabra poética sin hostigarla, sin apremiarla en su conclusión, todo lo contrario, has de paladear sus sílabas como se paladea un buen vino, seguro de alcanzar así la más placentera de las sensaciones. Ahondar en la condición mestiza del lenguaje y comprobar la riqueza que aporta esa armoniosa alquimia, alejándose así de la imposición de molde alguno: «Siempre que conforme bien / mi íntimo y hondo sentir; / poco me importa que el molde / proceda de mi Arabia / o provenga de tu Iberia». Con estos versos de Mohamed Doggui les animo a la lectura de este libro que seguro les proporcionará momentos tan reflexivos como gratificantes.
CIUDAD DEL SOL. MIGUEL NAVEROS por JOSÉ ANTONIO SANTANO
CIUDAD DEL SOL
In Memoriam
azul de los amaneceres
espuma de pétalos en los labios
y en la sangre
palabras que volaron a las nubes
y allí quedaron al abrigo
de la música y los dones
del agua en las acequias y la mar
como lluvia de voces misteriosas
que blanden las pupilas de la noche
y luego crece hasta la altura misma
del sol y sus silencios
y regresa a la ciudad
que las manos acogen en su seno
y modelan en el aire de una playa
desierta y celestial
solo suya
su nombre en las esquinas
de una calle cualquiera
al fragor de los bares
que sueñan los sueños
que el güisqui espejea en el vaso
sostenido entre los dedos
huesudos y alargados
de la noche abierta
en la garganta y el pecho
vagabundo y noctámbulo
al calor de la luna
el eco de su grito
gritando en las auroras
de la mar en los ojos
respirando la vida
la luz inagotable
alma toda en el Cabo
arcángel terreno
de vuelta a los orígenes
de la nada en la arcilla
y los nombres escritos
en la fronda de los árboles
o en el corazón del agua
nutriente
todo verbo numinoso
honda sílaba
en la añil estela de los días
amanecidos al pie del faro
de San Telmo
en el sagrado monte.
en la vetusta piedra
alzada sobre el cielo de los sueños
y un estanque de flores amarillas
en el crepúsculo todo
de los ángeles
en la azul memoria
revelada en las páginas de un libro
los libros de la vida
que la muerte devuelve
sanadora
al florido jardín de los deseos
a los convulsos arcoíris
que sestean en la quietud
de la tinta derramada
como sangre en las cunetas
precoz en su alarido
de nombres olvidados
sin memoria ya
puro silencio
en la ciudad del sol.
en el blanco desierto de las uñas
hundiéndose en la corteza de los días
tristes y amargos
que el papel desvela
después de haber amado
precoz toda armonía
en arpegios de luna
y soledades
después de que los hombres
surcaran la inmensa mar
los naufragios
al caer la noche en las ventanas
ya sin luz siquiera
sólo sombras
geométricas figuras
en la hora última
un último silencio que se escapa
por la rendija de puerta
cerrada para siempre
a la luz de la palabra
que vuela como un pájaro
feliz y libre
por las húmedas aceras
al despertar del alba
por las calles dormidas
en los brazos del aire
más allá de la muerte.
y azules espejos
en la arena y el viento
una voz amorosa
un apátrida silbo
adentrándose hondo
en la luz de la tarde
una estrella marina.
una lluvia de labios
en la noche secretos
un fértil silencio
recorriendo la tierra
en la ciudad del sol.
CIUDAD DEL SOL. MIGUEL NAVEROS por JOSÉ ANTONIO SANTANO
CIUDAD DEL SOL
In Memoriam
azul de los amaneceres
espuma de pétalos en los labios
y en la sangre
palabras que volaron a las nubes
y allí quedaron al abrigo
de la música y los dones
del agua en las acequias y la mar
como lluvia de voces misteriosas
que blanden las pupilas de la noche
y luego crece hasta la altura misma
del sol y sus silencios
y regresa a la ciudad
que las manos acogen en su seno
y modelan en el aire de una playa
desierta y celestial
solo suya
su nombre en las esquinas
de una calle cualquiera
al fragor de los bares
que sueñan los sueños
que el güisqui espejea en el vaso
sostenido entre los dedos
huesudos y alargados
de la noche abierta
en la garganta y el pecho
vagabundo y noctámbulo
al calor de la luna
el eco de su grito
gritando en las auroras
de la mar en los ojos
respirando la vida
la luz inagotable
alma toda en el Cabo
arcángel terreno
de vuelta a los orígenes
de la nada en la arcilla
y los nombres escritos
en la fronda de los árboles
o en el corazón del agua
nutriente
todo verbo numinoso
honda sílaba
en la añil estela de los días
amanecidos al pie del faro
de San Telmo
en el sagrado monte.
en la vetusta piedra
alzada sobre el cielo de los sueños
y un estanque de flores amarillas
en el crepúsculo todo
de los ángeles
en la azul memoria
revelada en las páginas de un libro
los libros de la vida
que la muerte devuelve
sanadora
al florido jardín de los deseos
a los convulsos arcoíris
que sestean en la quietud
de la tinta derramada
como sangre en las cunetas
precoz en su alarido
de nombres olvidados
sin memoria ya
puro silencio
en la ciudad del sol.
en el blanco desierto de las uñas
hundiéndose en la corteza de los días
tristes y amargos
que el papel desvela
después de haber amado
precoz toda armonía
en arpegios de luna
y soledades
después de que los hombres
surcaran la inmensa mar
los naufragios
al caer la noche en las ventanas
ya sin luz siquiera
sólo sombras
geométricas figuras
en la hora última
un último silencio que se escapa
por la rendija de puerta
cerrada para siempre
a la luz de la palabra
que vuela como un pájaro
feliz y libre
por las húmedas aceras
al despertar del alba
por las calles dormidas
en los brazos del aire
más allá de la muerte.
y azules espejos
en la arena y el viento
una voz amorosa
un apátrida silbo
adentrándose hondo
en la luz de la tarde
una estrella marina.
una lluvia de labios
en la noche secretos
un fértil silencio
recorriendo la tierra
en la ciudad del sol.
CIUDAD DEL SOL. por JOSÉ ANTONIO SANTANO
Nos queda la palabra. A los poetas nos queda sólo la palabra. Quizá nuestra única patria. Hoy, con la tristeza royéndome la carne y el alma, las palabras son el único refugio ante el dolor que siento por la pérdida y la definitiva ausencia de nuestro amado amigo y escritor Miguel Naveros. Sólo las palabras que afloran en estos versos que ahora reproduzco en homenaje al hombre y al poeta que fue siempre. En la hondura del verso. Por ti, maestro, allá donde te halles.
CIUDAD DEL SOL
I
Hubo un tiempo de rosas en la arena
azul de los amaneceres
espuma de pétalos en los labios
y en la sangre
palabras que volaron a las nubes
y allí quedaron al abrigo
de la música y los dones
del agua en las acequias y la mar
como lluvia de voces misteriosas
que blanden las pupilas de la noche
y luego crece hasta la altura misma
del sol y sus silencios
y regresa a la ciudad
que las manos acogen en su seno
y modelan en el aire de una playa
desierta y celestial
solo suya
su nombre en las esquinas
de una calle cualquiera
al fragor de los bares
que sueñan los sueños
que el güisqui espejea en el vaso
sostenido entre los dedos
huesudos y alargados
y penetra hasta las venas tenebrosas
de la noche abierta
en la garganta y el pecho
vagabundo y noctámbulo
al calor de la luna
el eco de su grito
gritando en las auroras
de la mar en los ojos
respirando la vida
la luz inagotable
alma toda en el Cabo
arcángel terreno
de vuelta a los orígenes
de la nada en la arcilla
y los nombres escritos
en la fronda de los árboles
o en el corazón del agua
nutriente
todo verbo numinoso
honda sílaba
en la añil estela de los días
amanecidos al pie del faro
de San Telmo
en el sagrado monte.
en la vetusta piedra
alzada sobre el cielo de los sueños
y un estanque de flores amarillas
en el crepúsculo todo
de los ángeles
en la azul memoria
revelada en las páginas de un libro
los libros de la vida
que la muerte devuelve
sanadora
al florido jardín de los deseos
a los convulsos arcoíris
que sestean en la quietud
de la tinta derramada
como sangre en las cunetas
precoz en su alarido
de nombres olvidados
sin memoria ya
puro silencio
en la ciudad del sol.
en el blanco desierto de las uñas
hundiéndose en la corteza de los días
tristes y amargos
que el papel desvela
después de haber amado
precoz toda armonía
en arpegios de luna
y soledades
después de que los hombres
surcaran la inmensa mar
los naufragios
al caer la noche en las ventanas
ya sin luz siquiera
sólo sombras
geométricas figuras
en la hora última
un último silencio que se escapa
por la rendija de puerta
cerrada para siempre
a la luz de la palabra
que vuela como un pájaro
feliz y libre
por las húmedas aceras
al despertar del alba
por las calles dormidas
en los brazos del aire
más allá de la muerte.
y azules espejos
en la arena y el viento
una voz amorosa
un apátrida silbo
adentrándose hondo
en la luz de la tarde
una estrella marina.
una lluvia de labios
en la noche secretos
un fértil silencio
recorriendo la tierra
en la ciudad del sol.
CIUDAD DEL SOL. por JOSÉ ANTONIO SANTANO
Nos queda la palabra. A los poetas nos queda sólo la palabra. Quizá nuestra única patria. Hoy, con la tristeza royéndome la carne y el alma, las palabras son el único refugio ante el dolor que siento por la pérdida y la definitiva ausencia de nuestro amado amigo y escritor Miguel Naveros. Sólo las palabras que afloran en estos versos que ahora reproduzco en homenaje al hombre y al poeta que fue siempre. En la hondura del verso. Por ti, maestro, allá donde te halles.
CIUDAD DEL SOL
I
Hubo un tiempo de rosas en la arena
azul de los amaneceres
espuma de pétalos en los labios
y en la sangre
palabras que volaron a las nubes
y allí quedaron al abrigo
de la música y los dones
del agua en las acequias y la mar
como lluvia de voces misteriosas
que blanden las pupilas de la noche
y luego crece hasta la altura misma
del sol y sus silencios
y regresa a la ciudad
que las manos acogen en su seno
y modelan en el aire de una playa
desierta y celestial
solo suya
su nombre en las esquinas
de una calle cualquiera
al fragor de los bares
que sueñan los sueños
que el güisqui espejea en el vaso
sostenido entre los dedos
huesudos y alargados
y penetra hasta las venas tenebrosas
de la noche abierta
en la garganta y el pecho
vagabundo y noctámbulo
al calor de la luna
el eco de su grito
gritando en las auroras
de la mar en los ojos
respirando la vida
la luz inagotable
alma toda en el Cabo
arcángel terreno
de vuelta a los orígenes
de la nada en la arcilla
y los nombres escritos
en la fronda de los árboles
o en el corazón del agua
nutriente
todo verbo numinoso
honda sílaba
en la añil estela de los días
amanecidos al pie del faro
de San Telmo
en el sagrado monte.
en la vetusta piedra
alzada sobre el cielo de los sueños
y un estanque de flores amarillas
en el crepúsculo todo
de los ángeles
en la azul memoria
revelada en las páginas de un libro
los libros de la vida
que la muerte devuelve
sanadora
al florido jardín de los deseos
a los convulsos arcoíris
que sestean en la quietud
de la tinta derramada
como sangre en las cunetas
precoz en su alarido
de nombres olvidados
sin memoria ya
puro silencio
en la ciudad del sol.
en el blanco desierto de las uñas
hundiéndose en la corteza de los días
tristes y amargos
que el papel desvela
después de haber amado
precoz toda armonía
en arpegios de luna
y soledades
después de que los hombres
surcaran la inmensa mar
los naufragios
al caer la noche en las ventanas
ya sin luz siquiera
sólo sombras
geométricas figuras
en la hora última
un último silencio que se escapa
por la rendija de puerta
cerrada para siempre
a la luz de la palabra
que vuela como un pájaro
feliz y libre
por las húmedas aceras
al despertar del alba
por las calles dormidas
en los brazos del aire
más allá de la muerte.
y azules espejos
en la arena y el viento
una voz amorosa
un apátrida silbo
adentrándose hondo
en la luz de la tarde
una estrella marina.
una lluvia de labios
en la noche secretos
un fértil silencio
recorriendo la tierra
en la ciudad del sol.
MIS COLABORACIONES EN YOUTUBE
VERSOS CONTRA VIRUS.
SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)
ALTA LUCIÉRNAGA. 2021
Dos orillas.2020
Marparaíso.2019
TIEMPO GRIS DE COSMOS 2014
ISBN: 13: 978-84-942992-3-0
Clasificación: Poesía.
Tamaño: 14x21 cm
Idioma de publicación: Castellano
Edición: 1ª Ed.1ª Impr.
Fecha de impresión: Noviembre 2014
Encuadernación: Rústica con solapa
Páginas: 104
PVP: 12€
Colección: Daraxa
José Antonio Santano, en Tiempo gris de cosmos, articula un canto para “todos los habitantes del planeta”, una poetización de la realidad actual, de “abisales conductas, de feroces decretos / y sentencias, de gritos que enmudecen / en las paredes de las casas / […] / Pienso en la estricta ley del poderoso / clavándose en la carne como lanza, / en sus manos manchadas de sangre, / en sus actos inmorales, / en su oratoria de muerte”.
Por eso se adentra en la libertad de los fondos marinos de los sueños, de la fraternidad, de los bosques, para hospedarse junto al hombre marginado y ser el otro, el padre de los desheredados en un lorquiano romance sonámbulo donde, intertextualizando al granadino, afirma, superando el egocentrismo y derramándose en la otredad, “y yo que no soy yo”, ni su casa, la Tierra, es ya su casa.
José Cabrera Martos