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Lección inaugural. Estación Sur

LECCIÓN INAUGURAL


Se tiene la impresión, de forma generalizada, de que la Universidad está divorciada de la sociedad, también en el caso concreto de Almería podríamos decir lo mismo. Y lo que es peor aún, que no se percibe signo alguno que nos haga cambiar de opinión. La Universidad no es un ente superior, sino un eslabón más de la cadena; una institución imprescindible si se quiere, porque representa el saber y la investigación, la libertad de pensamiento. Ese divorcio existe, un caso reciente lo avala, por su actualidad, en el más reciente, que ha pasado desapercibido, una vez más limitado a la comunidad universitaria. Me refiero al discurso pronunciado por el catedrático de Lengua Española, Luis Cortés Rodríguez, como Lección inaugural del curso académico 2014-2015, bajo el título Que trata de los consejos que dio don Quijote a Sancho sobre cómo ha de hablar un gobernador, tan de extraordinaria oportunidad en los tiempos que corren por el abandono y maltrato de nuestra lengua, pilar básico de comunicación entre las personas. Dicho discurso tendría que haber trascendido al resto de la sociedad almeriense por cuanto su contenido nos descubre los yerros que se cometen al hablar y cómo corregirlos. El mayor tesoro de una sociedad que se precie es el idioma, la lengua, patrimonio a conservar por todas las generaciones como el más grande legado. El profesor Cortés construye un acertado diálogo entre Don Quijote y Sancho, a través del cual aquél instruirá y aconsejará a éste en las maneras del bien hablar. Señalará cómo «el eufemismo en el discurso político es un arte de hechicería por el que se distorsiona la realidad», lo que demuestra con fragmentos discursivos de políticos de la talla de Doña Zoraida de Nuestra Señora, el licenciado Rodrigo Remendón, Doña Fátima de San Juan del Puerto, El Caballero de los Bonsáis, el bachiller Sansón Nazar o el hidalgo Don Sigiloso de Pontevedra. «Nuestra lengua –dirá don Quijote- lejos de ser pobre es tan hermosa y pulcra como la que más; lo que ocurre es que estos gobernantes tienen aviesos intereses y se convierten en prestidigitadores que venden sus mercancías y quieren encontrar en la lengua el bálsamo de Fierabrás que cure todo». La verdadera lección del profesor Cortés consiste en considerar que: «Una lengua descuidada es una lengua empobrecida y una lengua empobrecida palidece, a su vez, el mundo de ideas que sustenta. Defender lo contrario es entroncar con esa sociedad que no queremos, la que no prima el saber, sino la ignorancia y la vacuidad».

Lección inaugural. Estación Sur

LECCIÓN INAUGURAL


Se tiene la impresión, de forma generalizada, de que la Universidad está divorciada de la sociedad, también en el caso concreto de Almería podríamos decir lo mismo. Y lo que es peor aún, que no se percibe signo alguno que nos haga cambiar de opinión. La Universidad no es un ente superior, sino un eslabón más de la cadena; una institución imprescindible si se quiere, porque representa el saber y la investigación, la libertad de pensamiento. Ese divorcio existe, un caso reciente lo avala, por su actualidad, en el más reciente, que ha pasado desapercibido, una vez más limitado a la comunidad universitaria. Me refiero al discurso pronunciado por el catedrático de Lengua Española, Luis Cortés Rodríguez, como Lección inaugural del curso académico 2014-2015, bajo el título Que trata de los consejos que dio don Quijote a Sancho sobre cómo ha de hablar un gobernador, tan de extraordinaria oportunidad en los tiempos que corren por el abandono y maltrato de nuestra lengua, pilar básico de comunicación entre las personas. Dicho discurso tendría que haber trascendido al resto de la sociedad almeriense por cuanto su contenido nos descubre los yerros que se cometen al hablar y cómo corregirlos. El mayor tesoro de una sociedad que se precie es el idioma, la lengua, patrimonio a conservar por todas las generaciones como el más grande legado. El profesor Cortés construye un acertado diálogo entre Don Quijote y Sancho, a través del cual aquél instruirá y aconsejará a éste en las maneras del bien hablar. Señalará cómo «el eufemismo en el discurso político es un arte de hechicería por el que se distorsiona la realidad», lo que demuestra con fragmentos discursivos de políticos de la talla de Doña Zoraida de Nuestra Señora, el licenciado Rodrigo Remendón, Doña Fátima de San Juan del Puerto, El Caballero de los Bonsáis, el bachiller Sansón Nazar o el hidalgo Don Sigiloso de Pontevedra. «Nuestra lengua –dirá don Quijote- lejos de ser pobre es tan hermosa y pulcra como la que más; lo que ocurre es que estos gobernantes tienen aviesos intereses y se convierten en prestidigitadores que venden sus mercancías y quieren encontrar en la lengua el bálsamo de Fierabrás que cure todo». La verdadera lección del profesor Cortés consiste en considerar que: «Una lengua descuidada es una lengua empobrecida y una lengua empobrecida palidece, a su vez, el mundo de ideas que sustenta. Defender lo contrario es entroncar con esa sociedad que no queremos, la que no prima el saber, sino la ignorancia y la vacuidad».

Lección Inaugural. Luis Cortés Rodríguez

LECCIÓN INAUGURAL



Se tiene la impresión, de forma generalizada, de que la Universidad está divorciada de la sociedad, también en el caso concreto de Almería podríamos decir lo mismo. Y lo que es peor aún, que no se percibe signo alguno que nos haga cambiar de opinión. La Universidad no es un ente superior, sino un eslabón más de la cadena; una institución imprescindible si se quiere, porque representa el saber y la investigación, la libertad de pensamiento. Ese divorcio existe, un caso reciente lo avala, por su actualidad, en el más reciente, que ha pasado desapercibido, una vez más limitado a la comunidad universitaria. Me refiero al discurso pronunciado por el catedrático de Lengua Española, Luis Cortés Rodríguez, como Lección inaugural del curso académico 2014-2015, bajo el título Que trata de los consejos que dio don Quijote a Sancho sobre cómo ha de hablar un gobernador, tan de extraordinaria oportunidad en los tiempos que corren por el abandono y maltrato de nuestra lengua, pilar básico de comunicación entre las personas. Dicho discurso tendría que haber trascendido al resto de la sociedad almeriense por cuanto su contenido nos descubre los yerros que se cometen al hablar y cómo corregirlos.
El mayor tesoro de una sociedad que se precie es el idioma, la lengua, patrimonio a conservar por todas las generaciones como el más grande legado. El profesor Cortés construye un acertado diálogo entre Don Quijote y Sancho, a través del cual aquél instruirá y aconsejará a éste en las maneras del bien hablar. Señalará cómo «el eufemismo en el discurso político es un arte de hechicería por el que se distorsiona la realidad», lo que demuestra con fragmentos discursivos de políticos de la talla de Doña Zoraida de Nuestra Señora, el licenciado Rodrigo Remendón, Doña Fátima de San Juan del Puerto, El Caballero de los Bonsáis, el bachiller Sansón Nazar o el hidalgo Don Sigiloso de Pontevedra. «Nuestra lengua –dirá don Quijote- lejos de ser pobre es tan hermosa y pulcra como la que más; lo que ocurre es que estos gobernantes tienen aviesos intereses y se convierten en prestidigitadores que venden sus mercancías y quieren encontrar en la lengua el bálsamo de Fierabrás que cure todo». La verdadera lección del profesor Cortés consiste en considerar que: «Una lengua descuidada es una lengua empobrecida y una lengua empobrecida palidece, a su vez, el mundo de ideas que sustenta. Defender lo contrario es entroncar con esa sociedad que no queremos, la que no prima el saber, sino la ignorancia y la vacuidad».

Lección Inaugural. Luis Cortés Rodríguez

LECCIÓN INAUGURAL



Se tiene la impresión, de forma generalizada, de que la Universidad está divorciada de la sociedad, también en el caso concreto de Almería podríamos decir lo mismo. Y lo que es peor aún, que no se percibe signo alguno que nos haga cambiar de opinión. La Universidad no es un ente superior, sino un eslabón más de la cadena; una institución imprescindible si se quiere, porque representa el saber y la investigación, la libertad de pensamiento. Ese divorcio existe, un caso reciente lo avala, por su actualidad, en el más reciente, que ha pasado desapercibido, una vez más limitado a la comunidad universitaria. Me refiero al discurso pronunciado por el catedrático de Lengua Española, Luis Cortés Rodríguez, como Lección inaugural del curso académico 2014-2015, bajo el título Que trata de los consejos que dio don Quijote a Sancho sobre cómo ha de hablar un gobernador, tan de extraordinaria oportunidad en los tiempos que corren por el abandono y maltrato de nuestra lengua, pilar básico de comunicación entre las personas. Dicho discurso tendría que haber trascendido al resto de la sociedad almeriense por cuanto su contenido nos descubre los yerros que se cometen al hablar y cómo corregirlos.
El mayor tesoro de una sociedad que se precie es el idioma, la lengua, patrimonio a conservar por todas las generaciones como el más grande legado. El profesor Cortés construye un acertado diálogo entre Don Quijote y Sancho, a través del cual aquél instruirá y aconsejará a éste en las maneras del bien hablar. Señalará cómo «el eufemismo en el discurso político es un arte de hechicería por el que se distorsiona la realidad», lo que demuestra con fragmentos discursivos de políticos de la talla de Doña Zoraida de Nuestra Señora, el licenciado Rodrigo Remendón, Doña Fátima de San Juan del Puerto, El Caballero de los Bonsáis, el bachiller Sansón Nazar o el hidalgo Don Sigiloso de Pontevedra. «Nuestra lengua –dirá don Quijote- lejos de ser pobre es tan hermosa y pulcra como la que más; lo que ocurre es que estos gobernantes tienen aviesos intereses y se convierten en prestidigitadores que venden sus mercancías y quieren encontrar en la lengua el bálsamo de Fierabrás que cure todo». La verdadera lección del profesor Cortés consiste en considerar que: «Una lengua descuidada es una lengua empobrecida y una lengua empobrecida palidece, a su vez, el mundo de ideas que sustenta. Defender lo contrario es entroncar con esa sociedad que no queremos, la que no prima el saber, sino la ignorancia y la vacuidad».

Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.

José Antonio Garrido Cárdenas.

Sáez de la Rosa. José Antonio Garrido Cárdenas

Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.

La noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama, acomodándose a cada recodo de su soledad.

Por fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo, estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de madera.

Enfrentarse cada noche a la página en blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos. Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la hierba en la cuneta de la carretera.

A eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del porche como la estatua de un César desmejorado.

Ella había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano. Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma, cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en ese momento sólo sabía compadecerse.

Le hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad de no sucumbir que por cariño.

Zape, el gato persa que comprara Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas. Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él, pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades, había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.

Ya está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa, rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente, todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.

Jaime se servía, cada noche, un Jack Daniels en vaso ancho, de cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.

Ana Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un ajedrez que dominara con total resolución.

Mónica se revolvió entre sueños, y esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual… Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante las periódicas reclamas de ella.

Durante todo el día centró Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y las primeras líneas de fuego de poco le valieron.

Jaime se deslizó suavemente sobre las ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas, probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como aquél.

Ellos se habían casado, a la espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos. “Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…) sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría corresponder.

Así que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer. Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado despierta y prefirió no contestarse.

Ana Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.

Jaime volvió a colocarse bajo la falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran importarle sus actos.

Te quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de Jonás.

Estaba a punto de acabar pero no encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más tarde.

Ana Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo. Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor, con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado en sus labios.

Esa extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia; como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.

José Antonio Garrido Cárdenas.

Miguel Álvarez Morales. La gula


"La alacena de Miguel"
 es una página web dedicada a la poesía, artículos de opinión, afinidades como el ajedrez, .., un autodidacta que dice de sí mismo: 
Pues soy cabezón, arrogante, prepotente, una persona normal que gusta de leer, escribir, el ajedrez, el cine, el vino, los amigos...




Gula


El tiempo; nublo y álgido.
La casa.
Un salón diáfano.
Un sofá negro.
Una manta.
Las horas pasan.
Una tele plana.

Una peli.
Una idea.
Otra idea.
El aburrimiento.
Me levanto.
La cocina.
Hay comida.

Sólo un poco, pienso.
Pan.
Chorrizo.
Jamón y queso (yuxtapuesto).
Vino.
Vuelvo.
Nuevamente el sofá negro.

Anuncios.
Aburrimiento.
Recuerdo y pienso.
La despensa.
Me paro frente la puerta.
Chocolate.
Licor.

Vuelvo al sofa.
Ya no veo la tele (sólo la mesa)
Pan.
Chorizo.
Jamón y queso.
Vino.
Chocolate y licor.

Sólo un poco (pensé).
El anuncio ya termina.
Veo la tele.
¿Y la mesa?
¿Qué mesa?
Nada había, nada queda.

La Alacena de Miguel

laalacenademiguel.blogspot.com/
20/10/2014 - Miguel Alvarez Morales. Pues soy cabezón, arrogante, prepotente, una persona normal que gusta de leer, escribir, el ajedrez, el cine, el vino, ...


Miguel Álvarez Morales. La gula


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Gula


El tiempo; nublo y álgido.
La casa.
Un salón diáfano.
Un sofá negro.
Una manta.
Las horas pasan.
Una tele plana.

Una peli.
Una idea.
Otra idea.
El aburrimiento.
Me levanto.
La cocina.
Hay comida.

Sólo un poco, pienso.
Pan.
Chorrizo.
Jamón y queso (yuxtapuesto).
Vino.
Vuelvo.
Nuevamente el sofá negro.

Anuncios.
Aburrimiento.
Recuerdo y pienso.
La despensa.
Me paro frente la puerta.
Chocolate.
Licor.

Vuelvo al sofa.
Ya no veo la tele (sólo la mesa)
Pan.
Chorizo.
Jamón y queso.
Vino.
Chocolate y licor.

Sólo un poco (pensé).
El anuncio ya termina.
Veo la tele.
¿Y la mesa?
¿Qué mesa?
Nada había, nada queda.

La Alacena de Miguel

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Francisco Cañabate Reche. Sueños encadenados




        Tomo prestadas unas palabras del profesor José-Carlos Mainer, de su libro La escritura desatada, publicado por la editorial palenciana Menoscuarto, relativas a la utilidad de la literatura: «Es mentira que los libros enseñen a vivir, si por vivir entendemos la claudicación resignada ante las exigencias de la realidad, porque la obligación de las novelas es enseñarnos a soñar con otras cosas, ser ámbitos de libertad de donde se sale y se entra con la más absoluta impunidad». He aquí la palabra mágica: soñar. Por esta y no otra razón, tal vez, el título de la última novela del escritor y galeno, Francisco Cañabate, sea, precisamente, Sueños encadenados. Soñar no es otra cosa que despegar las alas de la imaginación y transportarse a lugares desconocidos, ahondar en la presencia de lo mágico y refugiarse al calor de su luz emisora. Sueños encadenados no es sino el sueño de otros sueños, como si se tratara de una suerte de alquimia en la cual cada uno de los personajes que la componen viven en los sueños de los otros, o, al menos, parecen entrecruzarse una y otra vez. Ciertamente la literatura posibilita la invención de mundos y universos diferentes, tantos como desee el escritor, desde la más absoluta libertad. Sueños encadenados comienza con un viaje al pasado; corre el año 1906, nos hallamos en los Jardines Imperiales, en Tokio, con Liu San, su jardinero. A partir de este momento las historias se entrecruzan, al igual que los personajes. El hilo conductor de unas y otros será el hallazgo de El libro de la luna, «un libro perseguido y secreto en cuyas páginas podían hallarse los más profundos misterios de la cábala, los cálculos exactos. […] Un libro maldito sobre todos los libros porque todos aquellos hombres infortunados que intentaron descifrar sus entrañas y llegar al secreto acabaron muertos o desaparecieron». Cañabate Reche se nos muestra tal es, sin aditamentos ni disfraz que disimule o desfigure su creatividad y capacidad narradora, su singular voz, que puede distinguirse por las formas oracionales y su sentido filosófico de la vida.       Como trasunto de la narración, las ciudades: Tokio, Viena, Praga, Sarajevo, Granada, Berlín, Nápoles, Boston o París, lo que da un matiz universalista al texto, encadenando a su vez las diferentes historias de los personajes. Multiplicidad y heterogeneidad del discurso narrativo que fluye acompasado. No falta el elemento descriptivo, en el cual la naturaleza y el hombre –antagónicos- están presentes: «El bosque en su profundidad, con su espesura densa que sofoca la luz y que la apaga, el mundo vegetal en su expresión más pura, sin senderos ni marcas que indique a los otros la continua presencia opresiva de los hombres» -y una orquídea en el centro del cosmos-, como tampoco el filosófico al que hemos aludido con anterioridad y que se concreta en las continuas preguntas que se hace el narrador omnisciente, en esa desesperada búsqueda de la verdad –su verdad-: «¿Ser los sueños de otro, la sustancia diáfana de la que están compuestos, eso tiene remedio?», también de las respuestas: «Sin nada que nos una, sin que exista un motivo que permita explicar esta extraña cadena, nos encadena un sueño que está dentro de otro». Tal vez sea esta la clave de esta novela que nos envuelve en un mundo misterioso y secreto –¿cabalístico?: «Las diez emanaciones de Dios a través de las cuales se creó el mundo»- y en el cual la vida («Siempre la vida, Siempre. Repetida, distinta, confusa, indiferente, brutal, suave, profunda, superficial, exacta, dispersa, interrumpida a menudo asesina. También incomprensible. A veces nada que pueda parecerse a la vida. Pero siempre, la vida.» y la muerte («Cada noche me enfrento con un sueño extraño, en el que sé que hay muerte y odio y rabia») se muestran como caras de una misma moneda. Cañabate ha construido un texto polifónico con el cual seduce al lector y estimula su curiosidad. Cañabate sabe bien que «El mundo está repleto de historias diminutas» y este es el reto que acepta con cada obra que inicia, de lo pequeño a lo grande, creciendo y decreciéndose, como el ciclo natural de la vida. Así es, sin más, Sueños encadenados,  de Francisco Cañabate Reche.


Título:  Sueños encadenados
Autor: Francisco Cañabate Reche
Edita: Alhulia (Granada, Salobreña, 2014)

SALÓN DE LECTURA _______Por José Antonio Santano
SUEÑOS ENCADENADOS

Francisco Cañabate Reche. Sueños encadenados




        Tomo prestadas unas palabras del profesor José-Carlos Mainer, de su libro La escritura desatada, publicado por la editorial palenciana Menoscuarto, relativas a la utilidad de la literatura: «Es mentira que los libros enseñen a vivir, si por vivir entendemos la claudicación resignada ante las exigencias de la realidad, porque la obligación de las novelas es enseñarnos a soñar con otras cosas, ser ámbitos de libertad de donde se sale y se entra con la más absoluta impunidad». He aquí la palabra mágica: soñar. Por esta y no otra razón, tal vez, el título de la última novela del escritor y galeno, Francisco Cañabate, sea, precisamente, Sueños encadenados. Soñar no es otra cosa que despegar las alas de la imaginación y transportarse a lugares desconocidos, ahondar en la presencia de lo mágico y refugiarse al calor de su luz emisora. Sueños encadenados no es sino el sueño de otros sueños, como si se tratara de una suerte de alquimia en la cual cada uno de los personajes que la componen viven en los sueños de los otros, o, al menos, parecen entrecruzarse una y otra vez. Ciertamente la literatura posibilita la invención de mundos y universos diferentes, tantos como desee el escritor, desde la más absoluta libertad. Sueños encadenados comienza con un viaje al pasado; corre el año 1906, nos hallamos en los Jardines Imperiales, en Tokio, con Liu San, su jardinero. A partir de este momento las historias se entrecruzan, al igual que los personajes. El hilo conductor de unas y otros será el hallazgo de El libro de la luna, «un libro perseguido y secreto en cuyas páginas podían hallarse los más profundos misterios de la cábala, los cálculos exactos. […] Un libro maldito sobre todos los libros porque todos aquellos hombres infortunados que intentaron descifrar sus entrañas y llegar al secreto acabaron muertos o desaparecieron». Cañabate Reche se nos muestra tal es, sin aditamentos ni disfraz que disimule o desfigure su creatividad y capacidad narradora, su singular voz, que puede distinguirse por las formas oracionales y su sentido filosófico de la vida.       Como trasunto de la narración, las ciudades: Tokio, Viena, Praga, Sarajevo, Granada, Berlín, Nápoles, Boston o París, lo que da un matiz universalista al texto, encadenando a su vez las diferentes historias de los personajes. Multiplicidad y heterogeneidad del discurso narrativo que fluye acompasado. No falta el elemento descriptivo, en el cual la naturaleza y el hombre –antagónicos- están presentes: «El bosque en su profundidad, con su espesura densa que sofoca la luz y que la apaga, el mundo vegetal en su expresión más pura, sin senderos ni marcas que indique a los otros la continua presencia opresiva de los hombres» -y una orquídea en el centro del cosmos-, como tampoco el filosófico al que hemos aludido con anterioridad y que se concreta en las continuas preguntas que se hace el narrador omnisciente, en esa desesperada búsqueda de la verdad –su verdad-: «¿Ser los sueños de otro, la sustancia diáfana de la que están compuestos, eso tiene remedio?», también de las respuestas: «Sin nada que nos una, sin que exista un motivo que permita explicar esta extraña cadena, nos encadena un sueño que está dentro de otro». Tal vez sea esta la clave de esta novela que nos envuelve en un mundo misterioso y secreto –¿cabalístico?: «Las diez emanaciones de Dios a través de las cuales se creó el mundo»- y en el cual la vida («Siempre la vida, Siempre. Repetida, distinta, confusa, indiferente, brutal, suave, profunda, superficial, exacta, dispersa, interrumpida a menudo asesina. También incomprensible. A veces nada que pueda parecerse a la vida. Pero siempre, la vida.» y la muerte («Cada noche me enfrento con un sueño extraño, en el que sé que hay muerte y odio y rabia») se muestran como caras de una misma moneda. Cañabate ha construido un texto polifónico con el cual seduce al lector y estimula su curiosidad. Cañabate sabe bien que «El mundo está repleto de historias diminutas» y este es el reto que acepta con cada obra que inicia, de lo pequeño a lo grande, creciendo y decreciéndose, como el ciclo natural de la vida. Así es, sin más, Sueños encadenados,  de Francisco Cañabate Reche.


Título:  Sueños encadenados
Autor: Francisco Cañabate Reche
Edita: Alhulia (Granada, Salobreña, 2014)

SALÓN DE LECTURA _______Por José Antonio Santano
SUEÑOS ENCADENADOS

SEPULTA PLENITUD 2023

SEPULTA PLENITUD 2023
José Antonio Santano

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)
José Antonio Santano

ALTA LUCIÉRNAGA. 2021

ALTA LUCIÉRNAGA.  2021
JOSÉ ANTONIO SANTANO

Madre lluvia. 2021

Dos orillas.2020

Dos orillas.2020

Marparaíso.2019

Marparaíso.2019

Tierra madre.2019

Cielo y Chanca.2019

Antología de poesía.2018

Antología de poesía.2018
Iberoamericana actual. 2018

Lunas de oriente.2018

La voz ausente. 2017

Humanismo Solidario.2015

Los silencios de La Cava. 2015

Tiempo gris de Cosmos.2014

TIEMPO GRIS DE COSMOS 2014


JOSÉ ANTONIO SANTANO

ISBN: 13: 978-84-942992-3-0

Clasificación: Poesía.

Tamaño: 14x21 cm

Idioma de publicación: Castellano

Edición: 1ª Ed.1ª Impr.

Fecha de impresión: Noviembre 2014

Encuadernación: Rústica con solapa

Páginas: 104

PVP: 12€

Colección: Daraxa












José Antonio Santano, en Tiempo gris de cosmos, articula un canto para “todos los habitantes del planeta”, una poetización de la realidad actual, de “abisales conductas, de feroces decretos / y sentencias, de gritos que enmudecen / en las paredes de las casas / […] / Pienso en la estricta ley del poderoso / clavándose en la carne como lanza, / en sus manos manchadas de sangre, / en sus actos inmorales, / en su oratoria de muerte”.

Por eso se adentra en la libertad de los fondos marinos de los sueños, de la fraternidad, de los bosques, para hospedarse junto al hombre marginado y ser el otro, el padre de los desheredados en un lorquiano romance sonámbulo donde, intertextualizando al granadino, afirma, superando el egocentrismo y derramándose en la otredad, “y yo que no soy yo”, ni su casa, la Tierra, es ya su casa.

José Cabrera Martos

Memorial de silencios. 2014

Memorial de silencios. 2014
He vuelto, como cada día he vuelto para enterrar los chopos bajo el rostro de los sueños, la estela del pasado, el vuelo de las manos en otoño. He vuelto para hundierme en el sonido desgarrado y monótono de teclas que en el blanco papel se precipitan, o en las horas perdidas, en despachos misteriosos de pálidos sillones. He vuelto como siempre, como siempre, para contar silencios de ultratumba -como siempre- que manchan la memoria de sangre y soledades, como siempre. He vuelto como siempre, como siempre, exhausto, con el drama en las pupilas, borracho de naufragios y derrotas.

Estación Sur. 2012

Caleidoscopio.2010

Razón de Ser.2008

El oro líquido.2008

El oro líquido.2008
El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. 2008 VVAA. El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. Edición de José Antonio Santano. Epílogo de Miguel Naveros. Diputación de Jaén. 2008.

Il volo degli Anni.2007

Trasmar.2005

Las edades de arcilla.2005

Quella strana quiete.2004

La cortaera.2004

Suerte de alquimia. 2004

Árbol de bendición.2001

La piedra escrita.2000

Exilio en Caridemo.1998

Íntima Heredad.1998

Grafías de pasión.1998

Profecía de otoño.1994

Canción popular.1986