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SALA DE ESPERA


Sucedió todo muy deprisa. Fue como si de pronto el día se convirtiera en noche, una noche espesa, abisal. Ellos se miraron fijamente a los ojos, sin entender nada. La niña, sobre el sillón del salón, estaba pálida, triste, sin ganas de nada, como si un extraño ser se hubiera apoderado de ella y no supiera responder a ningún estímulo, a las carantoñas o a los disparates gesticulares de sus progenitores. Una sensación de vacío se apoderó de la casa y una tormenta de angustia creció y creció hasta inundarlo todo. A veces, la vida nos depara momentos dramáticos, de verdadera locura, en los que el camino se hace interminable, infinito, y en los que no sabemos cómo actuar, si lanzarnos al vacío o luchar con todas las fuerzas para salvar lo que amamos.
Cuando toda la luz del día se transforma en una densa nube negra, como si una lluvia de gritos estuviera a punto de estallar sobre la faz de la tierra, una absurda música se instala en los tímpanos y los hace sangrar para siempre. Quizá, ellos, incomprensiblemente, vencidos por el dolor de la herida, no supieron sino abrasarse en el fuego de los ojos y ocupar el espacio de los besos con el agrio silencio de un cuerpo de niña en los brazos.
Un solo gesto bastó, una sola mirada, para que el llanto rompiera dentro, en las profundas aguas, en el cálido vientre del alba, en los alrededores de la calle, en los acantilados, en un mar de caricias y labios.
Todo ha cambiado, así, en un segundo. Ellos, que sintieron en sus dedos la luz de los amaneceres y el silencio de las noches de otoño, nada pudieron contra la oscuridad de la tarde. Y huyeron, hacia otra ciudad. A la ciudad de los sueños –sus sueños-, al jardín de la infancia que ella, ahora, en su regazo arropa.
El tiempo fue un cuchillo afilado. Transcurrieron los días, y en las paredes de aquella estancia blanca y fría quedaron las huellas de unas manos de niña. Acecharon las sombras que en la noche se ocultan y nada fue ya lo mismo. Fue cayendo la lluvia en los tejados del alma, y entre tanto, sus dedos de niña a los silencios se enredan.
La soledad sitia la blanca espera. Y ellos, desde la nada, la vida entera abarcan. Mediaron madrugadas y silencios en aquella sala de espera que anhelaba la vida. Temblaron las baldosas cuando, la niña, abriendo los ojos, el corazón y el alma, de nuevo vida fuera.
Sucedió todo muy deprisa, al filo del alba. El tiempo despierta con la sonrisa encendida por el claro rumor de las aguas, de la vida, los sueños, la esperanza.

SÓLO OLVIDO


Aquella mañana María no supo bien dónde se encontraba. Miró a su alrededor y todo le parecía extraño, ajeno, desconocido. Se levantó y fue al baño. Quedó inmóvil frente al espejo, mirándose a sí misma, sin reconocerse siquiera. El rostro de mujer que veía frente a ella no le decía nada. Era como si el tiempo lo hubiera transformado todo. Aquellos ojos claros, los pronunciados pómulos, la nariz perfilada, los carnosos labios, las arrugas de la cara, los dorados cabellos.

No escuchó las campanas de la iglesia, ni los pasos de Juan, su marido, que la seguía de cerca, observándola preocupado, porque algo no iba bien. Lo sabía, ya había ocurrido otras veces. Pero él no quiso preocuparla. Lo supo entonces y antes que María comenzara a abismarse en un mundo desconocido para ambos. Mas Juan, que siempre estuvo a su lado, ahora no podía abandonarla. Ni siquiera se le había pasado por la imaginación. Toda una vida juntos y así seguiría hasta la extenuación. Juan sabía, había escuchado a otros jubilados como él que quienes caían en el precipicio del olvido, difícilmente se recuperaban. Aun así, él no quería hacerles caso. Seguramente estarían equivocados. Los viejos pierden pronto el sentido de la realidad, chochean con frecuencia –se decía a sí mismo. Y eso no le iba a pasar a María, su esposa, no estaba dispuesto a que ocurriera.

Y luchó con todas sus fuerzas por que así no fuera. Y a su lado estuvo mientras pudo. Observando cómo recorría lentamente el pasillo de la casa, cómo se paraba frente a él y le preguntaba, mirándole a los ojos: ¿papá, qué haces ahí quieto como un poste? ¡Anda, vamos a tu cuarto, que tienes que descansar! Y lo cogía de la mano, y él, Juan, su marido, se dejaba llevar hasta el dormitorio, y se echaba boca arriba sobre la cama, y ella, sentada a su lado, recordaba cosas que sólo ella había vivido y que para Juan, su marido, no existieron nunca. Pero Juan hizo del silencio su vida, y nunca la contrarió, nunca le dijo nada que pudiera molestarla, y ella, María, siempre en la casa, de aquí para allá, una vez y otra, incansable. Hablando para sí. Y Juan siempre tras ella. Cuidando de ella, protegiéndola, para que no se hiciera daño con nada. Juan siempre ahí, a su lado.


Pero un día, María se abismó definitivamente en su extraño mundo de fantasmas y sombras. Y calló. Aquel día, María se detuvo delante de la ventana del dormitorio, fijó la mirada en el infinito de la nada, y sollozó sin saberlo. Juan, su marido, tras ella, observándola desde la puerta, silencioso, vencido.

SÓLO OLVIDO


Aquella mañana María no supo bien dónde se encontraba. Miró a su alrededor y todo le parecía extraño, ajeno, desconocido. Se levantó y fue al baño. Quedó inmóvil frente al espejo, mirándose a sí misma, sin reconocerse siquiera. El rostro de mujer que veía frente a ella no le decía nada. Era como si el tiempo lo hubiera transformado todo. Aquellos ojos claros, los pronunciados pómulos, la nariz perfilada, los carnosos labios, las arrugas de la cara, los dorados cabellos.

No escuchó las campanas de la iglesia, ni los pasos de Juan, su marido, que la seguía de cerca, observándola preocupado, porque algo no iba bien. Lo sabía, ya había ocurrido otras veces. Pero él no quiso preocuparla. Lo supo entonces y antes que María comenzara a abismarse en un mundo desconocido para ambos. Mas Juan, que siempre estuvo a su lado, ahora no podía abandonarla. Ni siquiera se le había pasado por la imaginación. Toda una vida juntos y así seguiría hasta la extenuación. Juan sabía, había escuchado a otros jubilados como él que quienes caían en el precipicio del olvido, difícilmente se recuperaban. Aun así, él no quería hacerles caso. Seguramente estarían equivocados. Los viejos pierden pronto el sentido de la realidad, chochean con frecuencia –se decía a sí mismo. Y eso no le iba a pasar a María, su esposa, no estaba dispuesto a que ocurriera.

Y luchó con todas sus fuerzas por que así no fuera. Y a su lado estuvo mientras pudo. Observando cómo recorría lentamente el pasillo de la casa, cómo se paraba frente a él y le preguntaba, mirándole a los ojos: ¿papá, qué haces ahí quieto como un poste? ¡Anda, vamos a tu cuarto, que tienes que descansar! Y lo cogía de la mano, y él, Juan, su marido, se dejaba llevar hasta el dormitorio, y se echaba boca arriba sobre la cama, y ella, sentada a su lado, recordaba cosas que sólo ella había vivido y que para Juan, su marido, no existieron nunca. Pero Juan hizo del silencio su vida, y nunca la contrarió, nunca le dijo nada que pudiera molestarla, y ella, María, siempre en la casa, de aquí para allá, una vez y otra, incansable. Hablando para sí. Y Juan siempre tras ella. Cuidando de ella, protegiéndola, para que no se hiciera daño con nada. Juan siempre ahí, a su lado.


Pero un día, María se abismó definitivamente en su extraño mundo de fantasmas y sombras. Y calló. Aquel día, María se detuvo delante de la ventana del dormitorio, fijó la mirada en el infinito de la nada, y sollozó sin saberlo. Juan, su marido, tras ella, observándola desde la puerta, silencioso, vencido.

LA PROSTITUTA


Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Ella, Nadia –y el nombre importa poco-, se había levantado a la misma hora de todos los días, casi a la hora del almuerzo, pues como todos los días, llegaba a casa no antes de las cinco de la madrugada, después de atender a los clientes que frecuentan el Club de alterne donde ella trabajaba cada día, desde que llegó de Rusia, su país de nacimiento.
Nadia, luego de darse una ducha de agua fría –era costumbre en ella desde que llegó a estas tierras-, vistió su hermosísima desnudez con un albornoz de color rosa que le había regalado unos meses atrás Antonio, su amante y proxeneta. Después de abrir la puerta del baño para que el vaho del espejo desapareciera, quedó inmóvil frente a su propio rostro. Se miró intensamente a los ojos, como si fuera la primera vez que se veía a sí misma frente a un espejo, como si no se reconociera en aquellos rasgos de su cara, de sus áureos cabellos, de sus carnosos y pálidos labios, de sus pronunciados pómulos, de su tersa piel, de sus largas pestañas…Pero Nadia estaba allí, mirándose en el espejo, como una tonta, como si al hacerlo de aquella forma una paz extraña se apoderara de ella. Pero Nadia, un día más, se hallaba sola. Sólo ella y sus sueños, y sus fantasmas, y el miedo.
Nadia, entonces, como una autómata se maquilló rápidamente: un poco de crema en la cara, el rimel para las pestañas, el lápiz negro para el borde de los párpados y un ligero cogido para el pelo. Ya en la habitación, Nadia escogería el conjunto de lencería más sexy, una minifalda y una camiseta escotada; comería junto a otras compañeras de oficio en el bar de la esquina y de nuevo, a la misma hora de todos los días, al Club, a esperar, como siempre, que llegue la noche y con ella sus vampiros. Y ella, Nadia, se acomodará al placer de los hombres, hasta la extenuación.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadie volvió a su casa acompañada de Antonio, y sin saber por qué, tras pasar la Puerta ocho de la Primera planta del Edificio A, el cuchillo jamonero que escondía entre su ropa su amante y proxeneta, le atravesó el corazón, como un poseso el cuchillo entró y salió del cuerpo de Nadia hasta diez veces. Nadia cayó al suelo y llevándose las manos al pecho sintió que la sangre le quemaba las manos, la vida entera. Luego, un gran silencio, la nada.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadia volvió definitivamente a casa, para siempre, para siempre.

LA PROSTITUTA


Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Ella, Nadia –y el nombre importa poco-, se había levantado a la misma hora de todos los días, casi a la hora del almuerzo, pues como todos los días, llegaba a casa no antes de las cinco de la madrugada, después de atender a los clientes que frecuentan el Club de alterne donde ella trabajaba cada día, desde que llegó de Rusia, su país de nacimiento.
Nadia, luego de darse una ducha de agua fría –era costumbre en ella desde que llegó a estas tierras-, vistió su hermosísima desnudez con un albornoz de color rosa que le había regalado unos meses atrás Antonio, su amante y proxeneta. Después de abrir la puerta del baño para que el vaho del espejo desapareciera, quedó inmóvil frente a su propio rostro. Se miró intensamente a los ojos, como si fuera la primera vez que se veía a sí misma frente a un espejo, como si no se reconociera en aquellos rasgos de su cara, de sus áureos cabellos, de sus carnosos y pálidos labios, de sus pronunciados pómulos, de su tersa piel, de sus largas pestañas…Pero Nadia estaba allí, mirándose en el espejo, como una tonta, como si al hacerlo de aquella forma una paz extraña se apoderara de ella. Pero Nadia, un día más, se hallaba sola. Sólo ella y sus sueños, y sus fantasmas, y el miedo.
Nadia, entonces, como una autómata se maquilló rápidamente: un poco de crema en la cara, el rimel para las pestañas, el lápiz negro para el borde de los párpados y un ligero cogido para el pelo. Ya en la habitación, Nadia escogería el conjunto de lencería más sexy, una minifalda y una camiseta escotada; comería junto a otras compañeras de oficio en el bar de la esquina y de nuevo, a la misma hora de todos los días, al Club, a esperar, como siempre, que llegue la noche y con ella sus vampiros. Y ella, Nadia, se acomodará al placer de los hombres, hasta la extenuación.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadie volvió a su casa acompañada de Antonio, y sin saber por qué, tras pasar la Puerta ocho de la Primera planta del Edificio A, el cuchillo jamonero que escondía entre su ropa su amante y proxeneta, le atravesó el corazón, como un poseso el cuchillo entró y salió del cuerpo de Nadia hasta diez veces. Nadia cayó al suelo y llevándose las manos al pecho sintió que la sangre le quemaba las manos, la vida entera. Luego, un gran silencio, la nada.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadia volvió definitivamente a casa, para siempre, para siempre.

SEPULTA PLENITUD 2023

SEPULTA PLENITUD 2023
José Antonio Santano

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)

SILENCIO [Poesía 1994-2021] (2021)
José Antonio Santano

ALTA LUCIÉRNAGA. 2021

ALTA LUCIÉRNAGA.  2021
JOSÉ ANTONIO SANTANO

Madre lluvia. 2021

Dos orillas.2020

Dos orillas.2020

Marparaíso.2019

Marparaíso.2019

Tierra madre.2019

Cielo y Chanca.2019

Antología de poesía.2018

Antología de poesía.2018
Iberoamericana actual. 2018

Lunas de oriente.2018

La voz ausente. 2017

Humanismo Solidario.2015

Los silencios de La Cava. 2015

Tiempo gris de Cosmos.2014

TIEMPO GRIS DE COSMOS 2014


JOSÉ ANTONIO SANTANO

ISBN: 13: 978-84-942992-3-0

Clasificación: Poesía.

Tamaño: 14x21 cm

Idioma de publicación: Castellano

Edición: 1ª Ed.1ª Impr.

Fecha de impresión: Noviembre 2014

Encuadernación: Rústica con solapa

Páginas: 104

PVP: 12€

Colección: Daraxa












José Antonio Santano, en Tiempo gris de cosmos, articula un canto para “todos los habitantes del planeta”, una poetización de la realidad actual, de “abisales conductas, de feroces decretos / y sentencias, de gritos que enmudecen / en las paredes de las casas / […] / Pienso en la estricta ley del poderoso / clavándose en la carne como lanza, / en sus manos manchadas de sangre, / en sus actos inmorales, / en su oratoria de muerte”.

Por eso se adentra en la libertad de los fondos marinos de los sueños, de la fraternidad, de los bosques, para hospedarse junto al hombre marginado y ser el otro, el padre de los desheredados en un lorquiano romance sonámbulo donde, intertextualizando al granadino, afirma, superando el egocentrismo y derramándose en la otredad, “y yo que no soy yo”, ni su casa, la Tierra, es ya su casa.

José Cabrera Martos

Memorial de silencios. 2014

Memorial de silencios. 2014
He vuelto, como cada día he vuelto para enterrar los chopos bajo el rostro de los sueños, la estela del pasado, el vuelo de las manos en otoño. He vuelto para hundierme en el sonido desgarrado y monótono de teclas que en el blanco papel se precipitan, o en las horas perdidas, en despachos misteriosos de pálidos sillones. He vuelto como siempre, como siempre, para contar silencios de ultratumba -como siempre- que manchan la memoria de sangre y soledades, como siempre. He vuelto como siempre, como siempre, exhausto, con el drama en las pupilas, borracho de naufragios y derrotas.

Estación Sur. 2012

Caleidoscopio.2010

Razón de Ser.2008

El oro líquido.2008

El oro líquido.2008
El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. 2008 VVAA. El oro líquido. El aceite de oliva en la cultura. Edición de José Antonio Santano. Epílogo de Miguel Naveros. Diputación de Jaén. 2008.

Il volo degli Anni.2007

Trasmar.2005

Las edades de arcilla.2005

Quella strana quiete.2004

La cortaera.2004

Suerte de alquimia. 2004

Árbol de bendición.2001

La piedra escrita.2000

Exilio en Caridemo.1998

Íntima Heredad.1998

Grafías de pasión.1998

Profecía de otoño.1994

Canción popular.1986