columna para Diario de Almería por José Antonio Santano
De
una u otra manera el escritor siempre busca un lugar mítico, ese
espacio mágico, el territorio en el que la palabra es como el vuelo
de los pájaros, la luz que nunca se apaga, su universo. El escritor
vive para crear ese universo. Es el caso de muchos, pero en algunos
digamos que prevalece esa idea de imaginar el territorio deseado.
Pienso ahora en Miguel Delibes, por ejemplo, que recupera para la
literatura el mundo rural de la Castilla profunda, mostrándonos así
el modo de vida de quienes viven en los pueblos, alejados de las
grandes ciudades; también en Luis Mateo Diez y su singular
territorio de Celama, hallamos algunas de las claves de su
novelística.
El hombre a solas con su destino, el escritor frente a
frente con lo imaginario o irreal. Esto mismo sucede, desde hace
décadas, con el escritor y poeta Alejandro López Andrada que,
abrasado a la tierra madre, a su Valle de los Pedroches, el más
sagrado de los lugares, conforma un mundo propio en el cual los seres
humanos cohabitan en sencilla armonía con la Naturaleza. Es la
tierra de amarillos otoño y sus silencios los que llenan el corazón
de López Andrada. Son los aromas del invierno en las dehesas, la
niebla espesa del bosque, la primavera en los ríos y las flores, o
el lento caminar entre los álamos y eucaliptos al albur de la
palabra amiga que siempre le acompañó por el Valle. Los álamos de
Cristo retrata la vida rural de la posguerra, a través de la palabra
del cura del pueblo (Francisco Vigara), figura clave de esta
particular narración.
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Los álamos de Cristo
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Es el pueblo y sus gentes en la voz del
sacerdote quienes ocupan el espacio del tiempo: «La vida era
entonces un camino siempre abierto que, al salir de mi pueblo, daba
al horizonte, a un espacio de luz que latía allá, en lo hondo,
donde el azul se fundía con la tierra. Nunca podré olvidarme de esa
estampa. Para mí sigue siendo, después de tantos años, la imagen
más pura y fiel de la inocencia…». Al igual que Delibes y Mateo
Díez, López Andrada es un gran conocedor de la historia de los
pueblos, de su abandono y olvido, de sus soledades, pero también de
su sabiduría, un saber profundo y enraizado en los hombres humildes
que habitan los silencios del Valle. Los álamos de Cristo representa
el camino iniciado –descrito en líneas anteriores- por el autor y
lo vivido junto al sacerdote que tanto influirá en su propia
concepción del mundo.
El diálogo que entablan ambos irá
descubriendo al lector los acontecimientos fundamentales de los años
posteriores a la guerra civil. La infancia es el territorio de la
inocencia y la libertad por excelencia, y por este motivo tal vez, o
quizá por otros menos evidentes, el narrador-autor se desnuda como
lo hacen los árboles llegado el otoño, y se deja llevar por un
viento de luz y plenitud absolutas. El narrador no puede olvidar su
condición de poeta, y así hallamos pasajes de una belleza y lirismo
extraordinario: «El reloj de pared da un tenue campanada y el
silencio se quiebra como un cántaro de luz, dejando un eco musgoso y
afelpado en el corazón cansado de los muebles y en la pared pequeña,
familiar, que parece observarnos desde su alma silenciosa (porque las
paredes, algunas, tienen alma) a través de los ojos de las
fotografías y los rostros ya muertos que habitan los retratos donde
sigue atrapado un aire melancólico, el rumor sosegado de mi niñez
dormida». López Andrada es ese gran poeta que mira hacia fuera,
aunque en la forma de expresarlo pese más esa espiritualidad lírica
de la palabra, sin olvidarnos de su más íntima religiosidad, de su
idea cristiana del hombre, de la práctica de amar al prójimo por
encima de todas las cosas.
Porque López Andrada, en el fondo de su
corazón sigue siendo el niño que conversaba con el cura del pueblo,
y que podríamos resumir, sin temor a equivocarnos en este pasaje del
libro: «He envejecido por fuera, tengo arrugas y lánguidas
cicatrices por el rostro, incluso mi cuerpo se ha deteriorado y ha
perdido su antigua frescura juvenil; sin embargo aún me habita,
imborrable, la inocencia y siento correr por las calles de mi
espíritu a un chaval muy pequeño con los ojos taladrados por el
rumor de una tarde de oro y lluvia donde vigilan los álamos de
Cristo». Alejandro López Andrada, sin duda, la voz mágica y
sonora del Valle de los Pedroches.
Título:
Los álamos de Cristo
Autor:
Alejandro López Andrada
Edita:
Trifaldi (Madrid, 2014)