Por la tarde, todo fue distinto. Ante mí, el bullicio de la gente de un lado para otro, subiendo y bajando escaleras, mirando escaparates o en las cafeterías componía el nuevo paisaje. En las entrañas del gran centro comercial la vida discurría aceleradamente. Entre tanta gente una joven pareja suscitó mi atención. Ella cubría su cuerpo con un manto negro, bajo el cual asomaban los bajos de un pantalón blanco, y la cabeza, con un pañuelo también negro; él, una camisa blanca y desabotonada hasta el pecho, así como unos destintados y modernos pantalones vaqueros. Al verlos pensé enseguida en los cultos y en las diferencias que los marcan, pero lo hice sin acritud alguna, desde el respeto que merecen las costumbres y tradiciones de cada pueblo, su singular cultura.
Durante el resto de la tarde no pude apartar de mí aquella imagen. Él, igual a sus iguales, consumiendo los mismos objetos o productos que sus iguales; normalizado en sus costumbres; ella, en cambio, anclada en el pasado, conservadora de un culto ancestral, diferente a sus iguales. Ambos, seguramente, educados en la misma cultura.
Cada vez que visito el centro comercial pienso en aquella joven pareja y no puedo evitar que una cierta tristeza me asalte. El hombre, por mucho que nos pese, sigue siendo ese ser egocéntrico e insolidario, incapaz de compartir con sus iguales las grandezas del mundo, una sonrisa siquiera.
Atardece, delante del escaparate, la joven pareja. Él, habla y habla; ella calla, y sueña.