Vendar sus ojos tan azules como la mar, vendarnos los ojos todos, sin excepción, y dejar que el aire nos acaricie los labios llegada la tarde, que la luz de la mirada nos perfore la carne, que las sombras nos brinden sus silencios, que el trazado del pincel o de los lápices sea un rosario de sueños y quimeras, que el blanco y negro del pasado nos alerte de la noche y sus cuchillos...
Jugar a la gallina ciega en la negrura y la soledad de A Costa da Morte, en el olvido del Cortijo del Fraile, en la sangre de una pasión crucificada, en la blancura cúbica y solemne de la Chanca, en la pobreza secular de Andalucía, en la estulticia del poderoso, en la rancia tradición del nacionalcatolicismo, en la belleza marmórea de una sonrisa o en el dolor callado del miedo y sus fronteras.
Permanecer con la mirada atenta a los paisajes interiores del alma y sus aristas; alzar el vuelo hasta la cúspide de nuestra propia clausura, de nuestro destino global y único; abrir las puertas del conocimiento y la sabiduría a un tiempo sin límites ni barreras o abismarnos en nuestras propias miserias y contradicciones. Salvarnos los unos a los otros en el tránsito de esta vida. La magia de la soledad creadora, provocadora, libre y desnuda, esperanzadora, y en el Todo la gallina que nos observa, y que de ciega, nada de nada.