A Miguel Galindo Artés, al cumplir lo prometido.
No fueron tus ojos sal
ni tus aguas rumor
de sangre en los crepúsculos
ni tu boca horizonte
de signos y silencios.
Aquella tarde, la mar
en Carboneras quiso
apresarme en su pecho
y en sus brazos mecerme
-olas de espuma y fuego-,
en el tiempo infinito
que unos labios ardientes,
huella fueron en otros,
asombro y plenitud,
pertinaz laberinto
de corales y conchas,
y tesoros escondidos.
La mar, aquella tarde,
en el eco de tu voz
tuve por compañera,
Miguel, y en ti las olas
bramaron al unísono,
apasionadamente libres;
y en ti, como un regalo,
la paz de la palabra
modelada de lluvias
y soles y desiertos;
el hechizo del viento,
el vuelo de los años…
La mar siempre, Miguel,
desde el Faro y la playa,
en los atardeceres,
en las noches o al alba,
como un milagro de luz
o un paisaje de sueños
que silencioso asciende
a las nubes en brasas.
La tarde en Carboneras,
Miguel, al mar se abraza,
y en ti la mar se crece,
y late y es pulso, y vida.