Cielo y Chanca
© José Antonio Santano
Este es uno de los más luminosos rincones de la tierra.
Juan Goytisolo
¿Cómo ascender si antes no hemos descendido?
José Ángel Valente
P R Ó L O G O
La primera vez que vi a José Antonio Santano fue en Fondón, un remoto lugar de la Alpujarra almeriense, en abril de 2008, y la última hace unos meses, en enero del presente 2019, en Baena, ciudad donde nació en 1957. Y en ambas ocasiones encontré el mismo inequívoco perfil humano: un hombre entregado a la amistad. Santano es acogedor, animoso, cordial; inquieto, alegre, sensitivo. En aquella población alpujarreña, existe un balcón desde el que se divisa buena parte de aquellos territorios en panorámica, y lo que me sorprendió fue el afán por escuchar; todo lo observaba, los gestos, pero también las palabras. Y en su Baena natal, su presencia en la ciudad megalítica de Torreparedones: aparecía y desaparecía entre aquellos riscos, queriéndonos mostrarlo todo. Pero, al mismo tiempo, anotando esas fugaces vislumbres en un cuaderno, puesto que él trabaja así, a golpe de impresiones que luego transforma en poemas engranando las imágenes. Poco antes, habíamos visitado, aquella misma mañana de enero, una torre adusta en la que es tradición que pernoctaban las doncellas traídas de Castilla antes de efectuar la entrada en la Córdoba califal de hace ocho siglos; el paraje era de una potestad evocativa muy intensa, y ahí estaba nuestro Santano, con la retina bien dispuesta y el ánimo abierto a toda sugerencia. Nos acompañaba en tal ocasión el poeta Alfonso Berlanga, casi un mentor para José Antonio, con su sabia veteranía poética, y el novelista Juan Naveros, de erudición torrencial.
Refiero esta pincelada humana porque la amistad es una pulsión vital, tan notable como insólita, en la obra poética de José Antonio Santano, a la cual presta un aire de cercanía poco frecuente. Y lo vemos en la presente Cielo y Chanca, no ya por las numerosas dedicatorias, sino por cuanto en los poemas se constata, muchos de ellos inspirados en autores y artistas que dejaron su testimonio sobre el universal barrio almeriense, desde Juan Goytisolo y José Ángel Valente a Celia Viñas y Julio Alfredo Egea, desde Pilar Quirosa a Miguel Naveros, pero también los pintores Cantón Checa y Jesús de Perceval, y otros muchos, sin olvidar a personajes del mismo barrio que le dejaron su impronta de gentes de bien.
¿Qué buscaba Santano en este mítico lugar, al pie de la Alcazaba? ¿Un libro? Un libro, sí, si tras su indagación poética surgía. Pero no: lo que este poeta busca siempre es la ensoñación provocada por lugares elevados a emblema. Lo que Santano busca siempre es el alma de las cosas y más concretamente de los lugares. Éste es su territorio poético. Pero estos lugares, para emplazarse en la memoria, precisan de la presencia humana, y aquí, en esto, se adentra en el latido íntimo de sus versos. Busca la esencialidad, y de ahí su estilo elíptico donde la sugerencia va siempre por delante de lo explícito. Busca el sonido de las cosas y lo halla en la vibración de las gentes. Quiere llegar al silencio y lo encuentra en la luz. ¿Será, tal vez, porque si la luz tuviera alma ésta sería el silencio mismo?
En Cielo y Chanca estoy por decir que los verdaderos protagonistas son la luz y el silencio. La luz es externa, en esos cubículos de casas apaisadas, semejantes a cristalizaciones de sal, teñidas de tórridos colores en la disposición de las calles que serpean la colina milenaria, y el silencio es interno: lo provoca el vacío que deja el sufrimiento de tantas gentes, pobres gentes a lo largo de los últimos siglos. Arriba está la Alcazaba, como un signo de poder inalcanzable, una especie de bota férrea y pétrea que oprime el cuello de los desafortunados, y abajo está el mar, el mar bullente de presagios para los pescadores que dieron nombre al lugar. Ah el mar, en la obra de este hombre. Desde el mar de olivos de su tierra natal saltó a este gran mar que acoge todo cuanto de inasible existe en la obra de Santano: la incertidumbre, el miedo, la zozobra ante la vida y el misterio de la muerte.
Abre Cielo y Chanca con una primera parte de poemas en cuarteta, como quien merodea el lugar antes de penetrar en su “blanco silencio”. Son a la manera de fogonazos intuitivos: se sustantiva la adjetivación en el segundo de sus versos, que actúan propulsando la tensión del correlato. Integran, en realidad, las veinticinco estrofas de un poema, desde “Esta luz tan intensa” de su primer verso, hasta el “áureo resplandor de la pobreza”, el último. Todo es insinuante, como ingrávido. Cunde una belleza casi abstracta. Y la atmósfera llega a ser como un espasmo estremecido de pura esquematización. La Chanca viene a ser un estado febril.
“Silencio roto”, la segunda parte, acoge poemas de mayor fuste, y congrega los ecos de ese mar que fulge al fondo como una amenaza, pero también como un signo de ventura por cuantos por él se llegaron a traernos su legado esos pueblos que jalonan sus dos orillas: Fez, ahí. El Mediterráneo en toda su pujanza. Los colores de un iris interminable. Toda la diversidad humana que es posible sorprender en este vertiginoso emplazamiento desde donde evocar ciudades lejanas y épocas de olvido.
“Ciudad marina”, tercera y última de sus partes, nos somete a la meditación de todo lo transitorio y ufano de la vida, ya desde el poema “Al calor del día”, tal vez el corazón del libro, a través de sus cinco movimientos, pues estamos hablando de pura música verbal y conceptual. Las imágenes fluyen y el ritmo aprieta; hay ecos de nostalgia y el tono acoge cierto resón de desconsuelo… El faro de San Telmo, el Cabo, la Ciudad del Sol: “Hubo un tiempo de rosas en la arena”, verso que hace de leitmotiv, introduce el río de la vida desplegado a través de símbolos y reminiscencias mediante los cuales el poeta habla con voz colectiva. Sigue a este soberbio poema el titulado “…De los asombros”, en el que se arremansa la emoción, con el maestro Egea de fondo, pues esto fue lo que nos enseñó, el que el poeta ha de mostrar la vida con ojos nuevos cada día, ojos limpios, ojos sin adherencias, por lo que la poesía viene a ser el asombro, el asombro en lo cotidiano, el asombro ante las pequeñas cosas. Para proseguir con esa “Tarde gris”, que es, como el precedente, una elegía en clave de entrañamiento, esta vez a nuestra querida Pilar Quirosa, la tarde gris en que se nos fue. “Un leve soplo de ceniza” abunda en este sentido de la transitoriedad: alcanza aquí el poemario su más alta cota de hondura en versos como éste de que “caminamos a ciegas mayormente”, o este otro de que “no hay duda de que todo es un abismo”, es decir, eso: “un leve soplo de ceniza”. Para concluir con el poema “Cielo y Chanca”, que por algo otorga título al libro: “Hijos de la mar, feroces minotauros”. Es un poema-estallido. Los apóstrofes se alternan con las conminaciones, los interrogantes con las deícticas respuestas. El libro vuelve así al silencio. Con una preciosa Adenda, dedicada a la Almedina, casa de sus amigos Alfonso y Vivian, como un retorno de dulce humanidad.
La obra poética de José Antonio Santano ha ido adquiriendo, desde su primero, Profecía de otoño (Sevilla, 1994), una notoriedad creciente, al compás de una consistencia más sólida a cada entrega: el amor, la memoria y los silencios ya estaban presentes como sustentáculos de su obra futura. Exilio en Caridemo (Almería, 1998), prologado por José Antonio Sáez, es ya un libro con voz propia, donde recorre en son estremecido los lugares de esa geografía sagrada del Cabo de Gata: Isleta del Moro, Agua Amarga, San José, Níjar, hasta la propia Chanca. Íntima heredad (Madrid, 1998), incide en el amor y en la amistad, entreverándola con emotivas evocaciones de personas por diferentes conceptos muy queridas. La piedra escrita (Salobreña, 2000), con prólogo de José R. Valles, es ya un libro de madurez, por su esencialidad y su hondura; se trata de un libro elegíaco, al filo de la vida con la muerte. Suerte de alquimia (Salobreña, 2003), con prólogo de Rafael Espejo, indaga en su propia mismidad de poeta y hombre del común al amparo simbólico de las materias de fuego, tierra y agua, a la busca de la transformación por la palabra. En tanto que Trasmar (Salobreña, 2005), con prólogo de José de Miguel, prosa poética, es un compendio misceláneo donde se alternan los motivos y reflexiones cotidianas, recuerdos de infancia, evocaciones históricas y otras secuencias, incluidas literarias y hasta epistolares.
A Las edades de la arcilla (Salobreña, 2005), con estudio preliminar de Erasmo Hernández, que supuso el afianzamiento de su madurez poética, siguió Razón de ser (La Laguna, 2009), con prólogo de Javier de la Rosa, libro donde recorre escenografías sureñas: la Baeza machadiana, Medina Azahara, la Sabika alhambreña, así como Estación Sur (Salobreña, 2012), libro de aforismos, con epílogo de Francisco Morales Lomas, en tanto que Tiempo gris del cosmos (Granada, 2014), con una exhaustiva cuanto profunda aproximación poética de José Cabrera Martos, puede calificarse de canto colectivo, bajo la clave del verso inicial “En qué estás pensando, me preguntas”, de cada una de las diez partes del poema que articula el eje medular del libro. Y ya para terminar, Memorial de silencios (Sevilla, 2014), en cuyas cuatro partes prosigue su itinerario emocional poniendo el foco de luz en los ámbitos de la casa, los menesteres laborales y relaciones personales, y la alcoba íntima de su vivencia amorosa, libro al que siguieron Los silencios de La Cava (Salobreña (2015), inspirado en la vida de una mujer enfrentada a las penurias de posguerra, La voz ausente (Salobreña, 2017) y Lunas de Oriente (Granada, 2018), que tuve la alegría de publicar yo mismo: el encuentro con la noche y con la muerte, la Ávila ancestral y los campos de refugiados sirios e iraquíes, Damasco y Córdoba, Túnez, Gaza, Turquía.
Queda atrás La Chanca, con su reverberación cegadora y silencio estremecedor. José Antonio Santano la ha sabido ver en su eco antiguo de laberinto mágico. Arriba la Alcazaba, como un cielo imposible, y abajo el mar de Alborán, como un infierno probable. Y en medio, el hombre en su atávico habitáculo de luz que envejece en sombra insobornable y de silencio, un silencio como la ballena de Jonás, que nos devora, nos masca y retorna a la vida agitada, la vida sin vida del siglo XXI.
Antonio Enrique
26 junio 2019
Blanco Silencio
I
Esta luz tan intensa
que ya oscurece
olvido fue en La Chanca
blanco silencio.
II
Musical es el aire
en la Alcazaba
de intenso azul su piedra
luz de la tarde.
.
III
La mar es lontananza
desierto arena
una nube de rosas
fulgor de oriente.
IV
En la cima del cielo
magia silencio
diamante y blanca voz
de la palabra.
V
La luz en la quietud
grisácea hoya
los sentidos anubla
brasa de olvido.
VI
En los tejados llueve
asfalto espejo
sobre el filo silencio
de los hogares.
VII
Oscurece la voz
sino de auroras
la rutina cansancio
de las campanas.
VIII
Regresan las palabras
luz de arco iris
dibujada en la tierra
savia del agua.
IX
Allí en lo alto toda
de astros blancura
la danza de las manos
sueño invencible.
X
En el hondo silbido
abismo solo
la triste soledad
del pensamiento.
XI
De colores la estancia
luz laberinto
en la cima grisácea
toda Babel.
XII
Azul de mar el vuelo
rojo silencio
el hombre en su fulgor
de negra luz.
XIII
Vibra en la piedra adobe
palabra y tiempo
soliloquio de nubes
musgo y derrota.
XIV
Nada en sí permanece
todo regresa
al punto original
leve suspiro.