Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es
escritora y psicoanalista. Vive desde 1990 en Buenos Aires. Coordina
talleres de escritura.
Publicó los libros de poesía: "Bizarría"(Nusud, Bs.As.,
1997), "Geología" (Nusud, Bs.As, 2001, reeditado por
Curandera, Bs.As., 2011), "La vista"(Visor, Madrid, 2002,
reeditado por Hilos, Bs.As., 2012) “El secreto (antología
1997-2007)" (Ed. De la Paz, Resistencia, 2007) "Abrigo"
(Bajo la luna, Bs. As., 2007), “La plenitud” (Hilos, Bs.As.,
2010, Raspabook, Murcia, 2014) y el libro de fotografías y poemas
“El verano”(Ed. De la Paz, Resistencia, 2010)
Su libro “La vista” ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de
América de España en 2002. Su libro “Abrigo” ha obtenido una
mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004.
Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés, portugués e
italiano.
Participó en varias antologías de poesía y
ensayo, en su país y en el exterior, entre ellas “Antología de la
poesía Latinoamericana del Siglo XXI, El turno y la transición”,
Siglo XXI, México, 1997, “El arcano o el arca no. Poesía
argentina de fin de siglo”, (Ed. Casa de las Américas, La Habana,
2006) “Poetas
argentinas 1960-1980” (Ed. del Dock, Buenos Aires,
2008), “El hacer poético”
(Universidad Veracruzana, Veracruz, 2008) “Las
dificultades de la poesía” (Ed. del Dock, Buenos
Aires, 2011), “El cine y la poesía argentina”, (Ed. En danza,
Bs. As., 2011), “Penúltimos, muestra de poesía argentina”
(UNAM, México, 2014), etc.
Fue codirectora de los sellos editoriales “Abeja Reina” y
“Curandera”, dedicados a la poesía.
Geología
(Nusud, Bs.As., 2001; Curandera, Bs.As., 2011)
Geología
Toda
nuestra infancia debe ser imaginada de nuevo.
Gaston
Bachelard.
De pequeña
probablemente
pensara que la geología
era la ciencia
que enseñaba a vivir en la tierra.
Geo,
tierra, logía,
ciencia. Era razonable,
y desde
entonces Yo voy a ser
geóloga
cuando sea
grande, informaba,
como quien
dice voy a averiguar sola
lo que
nadie me sabe contar,
voy a
clasificar todos los géneros
de dolor
que conozco como si fueran piedras.
-Tal vez en
los manuales -me decía-
entre fallas y
estalactitas aparezca en una foto
yo con mi
disfraz de explorador
y en una nota
al pie, esta descripción:
nena de
piedra hallada en una cueva
muy al
norte, casi escondida,
el cuerpo
cubierto de palabras talladas,
por el
tiempo transcurrido, incomprensibles.
Poligrafía
Escribías con
una piedrita en la tierra tu nombre, palabras
al azar:
arena, río, spider man.
Como si creyeras que una historia
se escribe por
la suma, la discreta acumulación de partículas.
O como si
dibujar una casa bastara para poder habitarla. Pero
¿quién vive
una vida real en una casa dibujada?
Hay un ligero,
sutil desasosiego en las largas horas
de la siesta,
que hace que todos prefieran dormir. Aún así,
resistías
despierta. Es extraño pensar en una vigilia en pleno día,
cuando nada
escapa a la visión y cada sonido resuena
amplificado en
el silencio.
Los climas
violentos crean una sensación de inminencia,
la ilusión de
que nada va a quedar igual después del vendaval
o del calor
intenso: una fiesta que se celebra
por un
acontecimiento imaginario. Y es la imaginación,
y no los
hechos, quien te deja asombrada una y otra vez
frente a cosas
idénticas.
En esa hora en
que son intensas niñez y desdicha,
como agujas en
preciosa sincronía, ¿cuál
sería el
objeto de tu espera? ¿Un naufragio, un estallido,
acaso el
descubrimiento de la tristeza,
esa grieta que
modifica tu mundo para siempre?
No es otra
cosa que ese momento
lo que dirían
las palabras, si alguna palabra
dijera alguna
vez algo cierto.
Grafito
Una noche de
luna llena, en la hamaca del jardín,
están
sentadas. La madre canta una canción
que repite y
repite, podría decirse hasta el cansancio,
sólo que la
hija no se cansa: se encanta, se duerme.
Desde esa
noche, para la hija, escribir
será escribir
la pérdida de ese momento.
La escritura
de la canción de la madre demora
el final de la
canción misma. Las palabras
existirán
para crear esa demora, un instante
suspendido
entre la voz y el silencio. Y por eso,
la hija las
escribirá con esa facilidad dichosa
con que sólo
pueden hacerse
ciertas cosas
imposibles.
Hans
a
Susana Villalba
Vas a tomar de
las palabras lo que pueda servirte para decir
de las formas
impronunciables que adopta la tristeza.
¿Qué es lo
que quisieras decir? Tal vez que por las noches
salías a ver
cómo se formaba la tormenta,
y la
electricidad del aire te capturaba como un halo
dentro del
cual te convertías también en pura radiación,
en pura espera
decidida, tensa. O que la primera
vez que te
quedaste a solas con el aguacero pensaste
“no se cae
la noche por ser tan hermosa”,
pero sin
embargo temblaste, capturada
por esa forma
insólita de la pasión que es el miedo.
Mirabas las
ramas torcerse bajo el peso invisible
del viento, la
violencia del agua arrancando las hojas,
el jardín
expuesto en su desnudez. Un paisaje
hecho para el
sol no resiste la visita de la noche.
¿Cómo
diferenciar desastre de belleza?
Si es tan
similar la devastación que ambos dejan detrás,
el desconsuelo
que provocan al irse, si alguna vez han estado
cerca nuestro.
Eras, en la
oscuridad de la tormenta, como una exploradora
que ha
extraviado la brújula y espera, en la completa
soledad, una
señal de los astros, una complicidad azarosa
e improbable
que la lleve de regreso a casa.
No es verdad
que las exploradoras no temen
ni que la
infancia transcurre en una larga y luminosa mañana.
El miedo
otorga un nombre como una moneda falsa
para comprar
un espacio en el mundo, en el lenguaje.
Una palabra
sola y el territorio de pura luz queda vedado,
minada la
gratuidad de la única alegría real,
que es la del
cuerpo.
Resistencia
Nací en una
ciudad rodeada por defensas de tierra.
Montañas de
utilería para que cuando llueva,
el río, en su
crecida, no invada nuestras casas
y arrase la
ciudad. Pero se ha tenido la precaución
de construir
murallas precarias, abiertas. Para mantener
al enemigo
vivo. Los que hemos nacido en Resistencia
tenemos para
qué levantarnos cada mañana:
quien tiene a
qué temer ya no está solo.
Aquí, el
uniforme de guerra incluye botas de lluvia
amarillas. Nos
sentimos impermeables
cuando
caminamos por las calles, cómplices
como
sobrevivientes de un desastre secreto.
Una vez, la
lluvia nos sitió por tres días y tres noches.
Los chicos
soñábamos con la amistad del agua,
salir
descalzos a la invasión, cada gota
un disparo
fresco en el pecho. Pero permanecíamos
tras las
trincheras, cristales dibujados al vapor
con nuestros
nombres. Casa del agua.
¿Un barco
ebrio? No, mi casa era un blanco quieto.
Guardado en
una botella, como una cabaña de los Alpes,
una miniatura
olvidada en un estante.
Soñé
entonces con construir un arca, pero no llevaría
animales sino
palabras. Las elegiría al azar, por capricho.
Por la música
que despedían de sí al ser dichas.
¿No es más
importante preservar la belleza que la especie?.
Zarparía en
silencio hasta que la tierra
se perdiera de
mis ojos por la distancia y el diluvio.
¿Noé sabría
de su audacia al huir?. Soldado que huye
sirve para
huir de la próxima batalla.
¿Y si
escribir no fuera temblar en la tormenta sino
- a lo sumo-
presumir bajo el alero?
¿Y si la
crecida de las aguas no existiera?
Un mito. La
fundación de algo. De una ciudad: Resistencia.
Construida
para ofrecerse a un ataque imaginario,
a una
corriente asesina que no existe. Acuario seco
en que los
peces sofocados resistimos
hasta que las
agallas sangran. Nunca fue cierto
que en las
guerras se venciera por un arte sutil
de
resistencia.
LA VISTA
(Visor, Madrid, 2002; Hilos, Bs.As., 2012)
Madre e
hijo
Despacio,
despacio, que hasta aquí no llegue la prisa
de la muerte.
No quiero que venga la primavera,
dijiste, no
tengo ropa que ponerme. En las montañas
pareciera que
siempre está a punto de desatarse
una tormenta,
pero hay una sola tormenta en todo
el invierno.
Cuando sucede, salimos los dos
a verla. Te
tiemblan las manos como a una niña
pequeña,
siempre me pregunté si de alegría
o de miedo.
Todas las cosas únicas aterran.
A veces
quisiera protegerte, taparte los ojos,
que no
adviertas la primera gota
desprendiéndose,
inevitable, del cielo. Que no sepas
que por más
que hagamos silencio por meses,
por años
enteros, acabaremos por decirnos una
u otra
palabra, y en ese momento comenzará
a correr el
tiempo.
El regreso
¿Qué trae el padre de su largo
recorrido por los campos
amplios y planos como pasillos de
hospitales donde él,
médico viejo y cansado, pasea su
mirada pacífica, experta,
sobre todas las cosas del mundo como
si fueran suyas,
las hubiera tenido en la mano tanto
tiempo
que conociera sus exactas
concavidades y accidentes?
No hay nada nuevo para él, ¿pero y
nosotros?
¿Preguntándonos el cómo y el
porqué, desasidos como estrellas fugaces
de la generosa custodia del cielo,
nosotros cómo hacemos
para mirar las cosas sin angustia,
sin que nos sobre o nos falte
siempre algo: una medida quizás,
cuya ausencia hace imposible
caminar sin tropezarse a cada paso?
¿Qué amor
hizo descender sobre él para
después dejarlo ir,
pájaro rapaz que de un momento a
otro se volvió compasivo
y desechó los restos que le
ofrecían, con la magnanimidad
de quien ya fue llenado, está
completo? ¿Pero y nosotros,
a quienes esos restos cubrirían los
huesos? No podemos pedir,
ya se ha perdido lo que quedaba, lo
que había de más.
¿Por qué no salir a los caminos,
entonces?
Si no hay nada que él traiga en los
brazos,
¿por qué no ir yo misma a buscar,
si ese regalo que él esconde
cuidadosamente bajo la cama es una
caja vacía?
¿Qué va a ser de nosotros ahora,
si es y siempre fue mentira que de
los baúles sacaba
objetos maravillosos, que podía
enseñarte a pescar peces
de aletas brillantes como una
moneda al sol?
¿Si también es mentira que con
sólo
raspar un carboncito contra su pecho
creaba el fuego
que iluminaba la superficie curva de
la tierra,
la geometría perfecta de la casa,
o que a nuestros cuerpos pequeños,
con sólo mirarlos,
los volvía exuberantes como si
fueran plantas parásitas colmadas
por la savia de otra planta? Dame
la libertad, entonces
para soltarme de esta atadura que no
ata a nada,
que yo de todos modos ya lo sé: hay
un cielo
como hay una tierra, hay un desorden
que, extrañamente, nos cuida,
hay quien desata la peste y a veces
hay cura, hay mañanas
donde vamos a ser niños una vez,
una vez sola,
para poder ir tomados de la mano de
él,
de él que es esa tela secándose al
sol los días de buen clima,
ropa dejada por un muerto, no me
mientas,
no hubo padre ni habrá.
La ciénaga
Me preguntaste
si tenía miedo. Mejor dicho,
no preguntaste
nada. Una madre nunca revela
lo que
realmente quisiera saber. Me miraste
y algo en tu
mirada decía ¿tenés
miedo?.
Yo, a veces,
no encuentro la respuesta y callo
como si mi
corazón fuera un reloj
cuyas agujas
se detienen cada vez que tu mirada ansiosa
lo consulta.
Algunos pájaros
sobrevolaban
la pileta de aguas verdosas,
contaminadas.
Tendrías que haber renovado el agua
al terminar el
último invierno, me dijiste. Quizás es imposible
resistir la
tentación de dejar pasar el tiempo, abandonar,
quedarnos
sentados en la orilla mirando el deterioro.
Presenciar
cómo, lentamente, la simpleza
del agua
cristalina se transforma
en la
complejidad de una ciénaga. Tal vez
la única
libertad posible sea
la de negarse
a mover un dedo, aunque se te vaya
la vida en
ello. Preferiría no hacerlo,
como el
personaje del cuento. Preferiría no moverme.
Vi una vez
aquí, cerca del pueblo, un animal
agonizante.
Había caído dentro de un pozo
de agua
estancada. Imaginemos:
el animal va
muriendo día a día, de a poco.
No puede
moverse. El agua podrida
le llega hasta
el cuello, ¿le preguntarías a ese animal
si tiene
miedo? Las tragedias son vulgares, ocurren
todo el
tiempo. ¿Podrías hablarme
hasta que
llegue la noche? Quisiera que el rumor
de tu voz me
adormezca, como si fuera
la música
perezosa de las cigarras en pleno verano,
y después
quedarnos en silencio los dos, una madre
y su hijo
callados, para que el tiempo pase cerca nuestro,
apenas
rozándonos, y todo esté tan tranquilo que no advierta
que yo sigo
despierto, esperando que su paso me ignore
y me deje
aquí, al lado tuyo, abandonado.
Mi mundo privado
Yo ansié
tener un cuerpo que practicara,
como un arte,
la ignorancia de sí.
Que cayera
rendido con la levedad
con que caen
las hojas de los árboles.
Cuando fuera
inevitable,
nunca antes.
Pero de tu cuerpo no deseaba
sino lo que
había en él de frágil, de imperfecto:
la cicatriz
que te cruzaba el pómulo, las pequeñas
arrugas en la
frente. La herida
que te
asemejaba a mí. El camino es interminable,
te decía, da
vueltas y vueltas alrededor del mundo
y en alguna de
esas vueltas los que estaban
destinados a
perderse, se encuentran.
Se dice que a
la vera
de cierta ruta
que atraviesa el desierto,
es posible
hundir una caña en la tierra reseca
y en algún
momento brotará el petróleo como un géiser.
Anoche tuve un
sueño en el que viajábamos por días
y días para
encontrar el yacimiento, a la manera
de los
cazadores de fortuna del oeste. Al llegar era de noche,
no había una
sola estrella, el pozo
estaba seco.
Yo me dormía y te quedabas
al lado mío,
cuidando mi sueño. No estabas allí
a la mañana
siguiente.
En el sueño,
alguien decía:
donde
tengas tu tesoro tendrás
tu corazón.
Y yo me preguntaba
qué pasaría
si tu tesoro se perdiera,
qué pasaría
en un juego
de cajas
chinas si al llegar a la última,
la que debería
contener el objeto precioso,
esa, como
todas las otras,
estuviera
vacía.
Una película de amor
Yo comprendo la pasión de los
astrónomos,
las noches en vela, la atención
dispuesta
a captar, de entre todo lo que
existe,
cierta fosforescencia en el cielo.
Podría decir,
como ellos, que las cosas que me
importan
no suceden en el mundo. La mirada
vive, en lo que ve,
una segunda vida, más real que la
primera, más intensa.
Yo pensaba que mirándote siempre,
en todos los momentos, los instantes
preciosos
que guardabas dentro de tu cuerpo
se transferirían a mi propia
constelación
de recuerdos, y lo deseaba con tanta
fuerza que creí
ver con tus ojos –sin haberme
movido jamás de esta ciudad
o de este cuarto- los detalles de tu
casa natal, las tormentas
de nieve en un pueblito del sur, la
tierra
completamente roja en el otoño,
invadida por las hojas
de los arces, dos pies pequeños y
descalzos,
cubiertos por el barro, el rostro de
tu madre.
Quizás la intimidad entre dos
personas dura
lo que dura ese momento en que
sabemos
de los cuerpos y las cosas que otro
amó,
en otro tiempo. O tal vez nadie
alcance a rozar,
ni en su deseo, las imágenes
ajenas, y estés sola,
y yo esté solo, y sea el nuestro,
-como el recorrido de las familias
de esquimales hacia el sol,
sobre la nieve- un viaje del cual no
queda huella.
París,
Texas
Me gustaría
contarte lo que veo,
hablarte de
los hoteles abandonados
apareciendo de
la nada en el medio de la carretera,
como castillos
solitarios cuyos puentes levadizos
fueron
dinamitados hace tiempo. Me gustaría
contarte lo
que veo pero es imposible
hallar un
dolor que condescienda
a ser narrado.
¿Vale la pena entonces,
emprender tan
largo viaje para ir de un extremo
a otro del
silencio? También es imposible
callar por
completo: sé que terminaré por llamarte,
como se llama
a alguien cuando se está a oscuras,
sin el auxilio
de la voz, un estremecimiento
semejante al
de esas luciérnagas
que al chocar
contra un parabrisas en la ruta
se deshacen
esparciendo una nube pequeña
de polvo y
luz, y ésa -quizás- es su idea
de un
encuentro.
LA PLENITUD
(Hilos, Bs. As., 2010; Raspabook, Murcia, 2015)
La gracia
A veces, muy raramente, un encuentro
nos conmueve
de una forma que no puede ser
atenuada por el pensamiento
o el lenguaje. Es que trae una
memoria
de lo que fue íntimamente conocido
y deseado, pero ha sido
desplazado a un lugar inalcanzable,
de donde no sabría volver
a menos que una persona -entre
todas- lo llamara. Somos
criaturas tímidas que no han
hallado, en respuesta
a su curiosidad, a su pasión por
las cosas, más que daño
o rechazo. Como animales que han
luchado demasiado por su vida,
no sabemos qué hacer con la
alegría, y si llega,
seguimos huyendo para salvarnos. Si
lográramos vencer el terror,
si nos quedáramos, podríamos
recuperar algo
perdido hace tiempo. La dicha más
plena es una dicha física
y debería producirse sólo una vez,
antes de que conozcamos las
palabras. Su regreso es siempre
un instante de gracia que nos
devuelve el amor con el que un día
la materialidad del mundo nos ha
tocado.
La estela
Que no debía
ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no?
¿Acaso no es
complejo el sutil mecanismo
que pone en
conexión al polen y la abeja, o las infinitas
transformaciones
químicas que sufre un pequeñísimo
grano de arena
hasta llegar a ser parte, ya irreconocible,
del cuerpo del
diamante? Es complejo encontrarnos
y perdernos,
los que andan por el fondo de la tierra
buscando el
tesoro de una cueva inexplorada lo comprenden,
no es al
heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio
que se debe el
descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable
entre quien
busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua
entrega. ¿Por
qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos
ya de niños
en el jardín del fondo de la casa,
sin saber que
se trataba de una espera esa curiosidad honda
y atenta a
cada ruido de la siesta, a una rama
que se agrieta
en el calor, al paso de sombra de un lagarto
en la humedad
de las paredes? ¿Por qué hemos olvidado,
si lo que sí
sabíamos entonces es que es difícil
cierta clase
de belleza, dar con ella, estar despiertos
cuando cruza
por delante de nosotros, no para atraparla,
sino para
quedarnos a vivir en la estela que deja?
La lluvia
¿Viste cómo
llueve? Llovió así toda la noche
y a cada
cierto tiempo yo te hablaba, estuvieras donde estuvieras,
aunque fuera
en el extremo más inalcanzable
de la tierra.
Cuando llueve así, toda la noche, te decía
pareciera que
el mundo fuera a desprenderse de su eje,
pero la
sorpresa más inmensa es que el vendaval termina
y todo
permanece como estaba, apenas un poco de desorden
que lentamente
se transforma en armonía.
Desde niños,
vivimos sobreviviendo a catástrofes como ésa,
a los efectos
de lo que tendría que haber pasado y no pasó:
que la casa se
inunde y nuestras cosas se pierdan
arrastradas
por la marea sucia, entre piedras y palos
y restos de
animales, un desperdicio más lo que hasta entonces
ha sido
nuestra historia, los objetos
que confirman
que somos seres físicos y no un soplo
filtrándose
desde afuera de esa vida brutal de la materia
que no se
detiene jamás para incluirnos. ¿Soñaste alguna vez,
cuando llega
la violencia del aguacero,
con que el río
se salga de su cauce para siempre y nos empuje,
soñaste con
la noche en que el rayo finalmente nos alcance,
descalzos bajo
la luz, como esperando saber algo
que sólo el
impacto de una fuerza sobre el cuerpo
podría
revelarnos? Pero el rayo no cae, no cayó
y al día
siguiente todo sigue a salvo en el mismo lugar.
Ese es el
mayor desastre que conozco: haber estado al borde,
una noche, de
que nos fuera concedida una verdad
extraordinaria,
y al amanecer darnos cuenta
de que somos
los mismos y no sabemos nada
que no
supiéramos ya.
La helada
Quien fue dañado lleva consigo ese
daño,
como si su tarea fuera propagarlo,
hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque
demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es
inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en
ella su frío,
su necesidad de caer, había
esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no
podemos concebir-
su tiempo de brillar, de
desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar
la descarga,
aunque en ese rapto destroces la
tierra,
las casas, las vidas que se
sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a
salvo,
durante largas estaciones en las que
el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de
zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace
lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el
daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a
los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser
curados.
El talismán
Los ojos de
los que estamos continuamente al borde de la caída
o del
tropiezo, no saben despegarse de la tierra. De qué sirve
una belleza
material que no pueda tomarse entre las manos
como una
piedra y ser llevada siempre encima del cuerpo
igual que esos
objetos insignificantes
que un niño
acarrea consigo donde vaya, y que lo hunden
en el terror o
el desconcierto si se pierden.
No hay belleza
para mí en las cosas
que no pueden
volverse talismán contra las fuerzas
del desamparo
o de la pena, y ninguna palabra podría hacer eso,
sólo la
presencia física de lo que fue elegido por un amor oscuro,
cuyas leyes
desconocemos, para preservar nuestra vida intacta
entre todos
los peligros y accidentes que la acechan, a pesar
de que es
ella, esa presencia amada, el peligro mayor,
porque no
puede protegernos de su pérdida.
La plenitud
Hay una
historia que quiero contarte: a veces,
en medio del
bosque abrupto y solitario, crece un árbol
demasiado
delicado y tímido para sobrevivir sin que las ramas
se tuerzan,
decaigan, pierdan fuerza cada día,
como si no
hubiera nacido preparado
para enfrentar
la dificultad del suelo áspero y las plagas,
y su propia
debilidad lo llevara a empequeñecerse
hasta casi
desaparecer, tapado por una vegetación
que pareciera
nutrirse de la audacia
que a él le
falta. Pero una sola vez en toda su vida
-que no es
larga- florece. Sucede en la estación de las lluvias,
y su flor es
la más extraña que pueda concebirse,
no
necesariamente bella ni cargada de polen.
Me dirás que
ceder lo más valioso que se tiene
a una forma de
vida que explota y se retrae en unas horas
no es un acto
razonable, que es mejor la lenta construcción
de una fuerza
que no pueda doblegarse y se sostenga
en lo que
acumula año tras año. Sin embargo,
imagino que no
debe existir nada más hermoso de ver
que ese
momento de plenitud, cuando la materia que parece vencida
ofrece todo su
poder de una vez a un mundo
que no lo
necesita ni lo espera, para después retirarse,
como si el
bosque fuera un cuerpo amado
e indiferente
al que va liberando suavemente de su abrazo.
Yo quisiera
ser así, capaz de soportar la plenitud
sin anhelar la
abundancia. Que eso sea todo:
el puro deseo
de dejar lo poco o mucho que se tiene
a quien se
ama, aunque no le haga falta,
y vivir por un
rato rodeada de las cosas que realmente le importan:
las tormentas,
los animales feroces, la exuberancia del verano.
LA CURA (2015,
INÉDITO)
Potrillo
Cada uno carga su
familia como los mendigos sus bolsas raídas,
esas cosas que
llegado un momento ya no sirven para nada,
pero no se pueden
abandonar: son parte del propio cuerpo,
del camino
recorrido. Es tan difícil soltar lo que nos ha acompañado
tanto tiempo,
aunque lastime y agobie, y la espalda se incline
bajo el peso.
Como si fuéramos la muesca diminuta
sobre el arma que
alguien disparó en un pasado remoto
en una tierra
desconocida decidieron por nosotros,
antes de que
naciéramos,
hasta los muertos
a los que tendríamos que llorar.
Pero si nos
acompaña una multitud a cada paso, pienso,
el aislamiento no
resuelve nada. Ni construir una cabaña
con las propias
manos en el monte impenetrable,
darle la espalda
al mundo y a los demás, volverse un paria
que ha rechazado
su lugar entre los otros para quedar libre de una deuda
que de todas
maneras va a tener que pagar. Entonces,
si todos los
cuerpos reunidos al principio
quedan atados por
un nudo que atraviesa el tiempo
y es
increíblemente firme, imposible de desatar,
¿cómo ser en la
vida algo más que una especie
de fenómeno
natural, un latigazo del cielo, un rayo, un tornado
que destroza sin
razón y sin sentido, o al revés, una lluvia suave que reverdece
el campo seco y
trae el alivio a los cultivos moribundos, pero actúa
sin voluntad de
hacer el bien ni el mal,
por puro impulso
desprendido del pasado, de los deseos, los terrores,
las pasiones de
la especie? A veces creo, pero es una cuestión de fe,
no sé si es
cierto, que se puede construir una familia
a partir de cosas
ínfimas
que no forman
parte de la historia que nos fue contada
a través de las
palabras
o del cuerpo de
los que amamos. Que podríamos descender en el tiempo
hasta el instante
en que aún no habían empezado ni la fealdad
ni el miedo, a
través de una memoria física que nos devuelva la humilde
y pura gracia de
respirar. Hablo de atarnos a detalles tan insignificantes
que no serían
jamás parte del drama
y por eso mismo
no podrían convertirse en el hueso de tu infelicidad.
Sería tan
distinto, claro, si tu familia fuera el día en que conociste el
verano,
la primera
experiencia de alegría bajo un chorro de agua en el sopor
pesado de la
siesta, el olor de la tierra mojada y el contacto
del pasto en los
pies descalzos. La risa, levantándose
como la bruma del
calor hacia lo alto. Si fuera tu destino ese punto
del pasado, ese
resplandor que quedó grabado a fuego,
clavado en tu
carne como la herradura en la pata de un caballo joven,
de un potrillo
que en el momento de entrar al establo se retoba y corre
y es capaz de
fugarse de la vida que le espera.
Sol
Es de eso que
estamos enfermos: noches donde el aire debió ser
como de cristal,
así de delicado y evanescente para todos,
pero para algunos
fue un humo negro, traído desde el fondo de los basurales,
desde esa órbita
del dolor que gira alrededor de un cuerpo
cuando está
malnutrido y tiene miedo de lo que puede venir a lastimarlo,
porque hasta la
hoja seca que trae el viento
es filosa como la
cuchilla del matadero para quien no tiene
manera de
defenderse. Es de eso: de los males que se depositaron
como granos de
arena a lo largo de los días,
hasta que
desataron por acumulación una catástrofe
que pareció
espontánea, caída por sorpresa.
No hay desastre
que no nos haya rozado antes
en forma de
tristeza, pero si no es nuestra tristeza seguimos adelante,
como si no nos
hubiera pasado así de cerca. Ay de la ingenuidad
con que a veces
pensamos que la indiferencia protege:
es un techo lleno
de goteras que va a quedar deshecho
cuando caiga un
temporal lo suficientemente fuerte sobre nuestra casa,
que no es un
rancho abandonado a su suerte
allá donde no
alcanza la vista, pero que tiene las raíces carcomidas
aunque aparente
ser un árbol robusto. A la hora en que algo se desploma,
da igual si
parecía hermoso y fuerte. Es de eso
que estamos
enfermos: de los días felices,
resplandecientes
de verano donde no faltaba nada, y crecíamos
mezquinos y
soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que
dábamos,
sobre quiénes
caía, de qué luz los privaba.
Lagarto
Pero estoy a
punto de volver a los días donde me quemaba
al sol, un
lagarto comiéndose el calor, con la boca dirigida al cielo
y los ojos
cerrados, el cuerpo rugoso y pesado
plácidamente
sostenido en la rompiente del verano, justo en el punto
donde alcanza su
máximo poder para después empezar
a declinar. Es
ahí donde estoy llegando: al tiempo en que nada
había empezado
todavía a marchitarse, cuando entre los yuyos
del fondo crecía
una flor salvaje, y verla daba miedo y alegría,
porque era
espléndida, de una belleza que no se parecía en nada
a la de las
flores nacidas y criadas en el jardín, que apuntaban
altaneras hacia
la lejanía pero eran domésticas,
no sabían de los
montes desmesuradamente
fértiles en que
los árboles de troncos deformes, los animales
hoscos vivían
por el sólo placer de seguir vivos, de respirar
el aire que
quedaba a salvo de la polvareda y la sequía. Estoy
empezando a
sentir lo que sentí entonces, el trueno que sacude
a las criaturas
amansadas a la fuerza, el silbido en el aire
que precede a la
caída de la fusta sobre el lomo, el segundo
en que empieza a
cultivarse la posibilidad de la revuelta
que va a ir
filtrándose en la médula y en los huesos
como un líquido
parecido a una savia espesa esparciéndose
desde el corazón
implacable de un árbol cuya madera es tan fuerte
que resiste sin
daño el ataque de los hacheros. Estoy llegando al día
anterior a que
empezara el desorden y se diseminara el dolor
hasta cubrirlo
todo, una ráfaga de humo fétido capaz de entrar
en el alma hasta
confundirse con ella para siempre. Entonces,
justo entonces,
ahí me quedo, en el momento en que supe
que llevará toda
la vida encontrar la forma de existir sin someterse
ni hacer daño,
pero que vale la pena:
ni la mansedumbre
ni la violencia pueden
contra ese peso
que cae sobre la espalda de todos desde que se termina
el ínfimo tiempo
en que está permitido vivir fuera de la ley
según la cual lo
enfermo habrá de ser salud y viceversa.
Estoy, por fin,
entrando al torrente de la siesta donde me dormí
sin conocer
todavía el soplo de ese mal en la frente, sin temerlo.
La niñez es un
temporal que pasa rápido, y rápido hay que seguir
la estela que
dejó para no perderla. Si hay algo que está intacto
tendrá que haber
quedado ahí y hay que encontrarlo: el animal
feliz que al
llegar la crudeza del invierno se sintió acosado y solitario,
y se metió en la
sombra después de haber absorbido toda la luz,
esa es la bestia
castigada a la que hay que dejar suelta,
para que se cure
las heridas sola, y sola salga a correr
hasta que pueda
abandonar su ferocidad y su miedo monte adentro.