«Buda en el Bolshói»
no es un libro más entre tantos, un poemario más entre los muchos
que se editan en nuestro país y concretamente en Andalucía. Su
autor, Álvaro Campos Suárez, hijo del gran novelista cordobés Juan
Campos Reina, lamentablemente desaparecido ya, hereda la sutiliza y
elegancia, la meditación profunda y trascendental, senequista si así
se quiere, de su padre.
La esencia de la tradición poética
cordobesa, que bebe una vez y otra de lo oriental, en esa continua
búsqueda de la belleza en la sencillez de las cosas, en la palabra
trascendida, luz y universo del poeta que siente la vida como el gran
hallazgo, pero también la pérdida de lo amado, del tiempo y de los
sueños como propia muerte. Doble cara de una misma moneda, como dos
son las claves esenciales de este poemario. Por una parte, la
existencia de las cosas y de los seres; de otra, la desaparición, la
pérdida, la muerte de esas cosas y seres. Ambos elementos juegan un
papel destacado en la poética de Campos Suárez.
Llama la atención
el juego al que nos somete el autor al utilizar los nombres de “buda”
y “bolshói”. Sin embargo, cada palabra simboliza aspectos
distintos pero convergentes a la vez. Las citas de Juan Ramón
Jiménez, Burckhardt y Bacon sirven de guía, de prólogo si se
quiere, para encauzar la lectura de este sólido poemario: el primero
alude a la muerte («Yo no seré yo, muerte, / hasta que tú te unas
con mi vida…»; el segundo nos habla del por qué de la existencia
de las cosas («los objetos de la naturaleza sólo existen […] en
tanto que el aire y la luz practican / su juego singular entre
ellos») y, el tercero, finalmente, vuelve a la muerte y el miedo a
ésta («Los hombres temen la muerte / como los niños jugar en la
oscuridad»). Importa, y mucho, los versos que anteceden a cada una
de las partes que integran el poemario.
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Título: Buda en el
Bolshói
Autor: Álvaro Campos
Suárez
Edita: Ediciones En
Huida
(Sevilla, 2014)
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Ya solos, ¿padre e hijo?,
disponen sus vidas para el camino de la luz y de los sueños, ambos
frente a frente, fija la mirada en el otro, convocando al recuerdo
para seguir viviendo, para hallar la verdad que mantenga la esperanza
intacta, como al principio, en los orígenes: «Solo recuerdo una
imagen. / Tú y yo, en el escenario / bailando bajo un gran foco de
luz / apagado / en el centro de la nada». Tal vez ese escenario es
la viva representación del Bolshói, el lugar en el que los sueños
se materializan y el tiempo se detiene. Cinco son las partes, pues,
en las que Campos Suárez divide este poemario, a saber: Luto
(Arabasque), que abre con un poema dedicado al Portero de las
nubes, el poeta Luis Cernuda: «Dormirán entre sollozos / hombre
y nube evaporados»; Aprendizaje (Glissade en avant), en ese
rodar hacia delante de la muerte y el recuerdo del padre, siempre
presente: «Echo la vista atrás y recuento / las largas noches de tu
ausencia. / […] Ahora, tu inexistencia, / y siempre, volver a ti».
También habrá una mirada hacia la madre: «Algunos tenemos ángeles,
/ sherpas que guardan del mal o la impericia / surgidos del
amor de nuestras almas»; Entreacto, descanso o interludio,
tiempo para la soledad y sus silencios, y la palabra: «Y allá me
hallo, cada día, / embebido de soledad / pretérita y futura. / En
el goce del cansancio, / esa plenitud inmeritaza. / La palabra / vale
más que el hombre»; Ascenso (Cabrioles et pirouettes),
revela la necesidad de vivir («Yo prefiero la respiración, /
trasunto del alma encendida»), de creer en la utopía («Ya no me
queda nada. / Sólo felicidad.), el goce de lo cotidiano («Y
mientras caminábamos / a lo largo de la alameda, / supe que al fin
lo había hallado, / ¡oh, mágico paseo!»), y de nuevo el padre
(«Sentado en el mirador junto a mi padre / […] Luz brillante y
cegadora. / Campos eternos.»), y por último, Iluminación (Tour
de force), de ese otro yo renovado después del despertar al
recreado universo donde el poeta da paso al hombre para resurgir de
su propio yo, anterior a la luz, y lo hace desde el recuerdo a Campos
Reina (el padre omnipresente), el autor-actor convoca a la última
representación de Buda en el Bolshói («Arrancar a la gloria
su infamia, / y prestar, juntos como un solo ser, / ser / vicio
enterno al Amor.»).
El poeta tiene siempre la
última palabra, el alma del verso mece sus luces y sus sombras sobre
la tierra entera: «Empieza a clarear / en los confines de lo etéreo.
[…] El teatro torna blanco y puro / a la par que nauseabundo. /
Como siempre, / como nunca / hasta el fin de los tiempos.» El poeta
en su voz, desnudo y libre.