
La
ciudad de Nueva York es, una vez más, ciudad de los
encuentros, lugar mítico, pero sobre todo, espacio poético.
«Nueva York después de muerto» es el
poemario que nunca llegó a escribir Luis Rosales, y que
su autor, el poeta gaditano Antonio Hernández justifica así
en sus primeras páginas: «Luis Rosales, mi maestro,
me dijo un día, antes de dejarlo escrito, que quería
terminar su obra con una trilogía titulada Nueva York después
de muerto; también le diría Luis Rosales lo que
significaba para él la ciudad de Nueva York: «la
mecanización, el automatismo de la vida, la desigualdad entre
distintas razas, el imparable avance del mestizaje…y,
obviamente, Federico». Y, ciertamente, todo esto lo
hallamos en este singular y extraordinario poemario de Antonio
Hernández, en su voz, que no es una sino tres, unidas todas en
el dolor y la nostalgia de un pasado doloroso, en el que la sangre,
el fuego y la lluvia trepan por el aire de la ciudad de Nueva York, y
otean ese universo extraño y apasionado a la vez, en el que
habitan las paradojas, las contradicciones, luces y sombras, vida y
muerte, el todo y la nada, más allá, incluso, de la
agónica y ruidosa soledad.
Estructurado
en tres partes (libro primero, segundo y tercero), el poeta bucea en
la condición del hombre, de los poetas que hablan a través
de su voz, y es Luis Rosales, y Federico, y también él
mismo, Antonio Hernández, que vive y se desvive en cada uno de
ellos, y es luz y dolorosa espina que se clava en la carne de los
nombres y la palabra, y es luto y sequedad, y plegaria:
«Oremos
pues porque el hombre no pueda
prescindir
de ser amado, ya que
solo
el amado ama, roguemos
por
su copa llena, por su frutero colmado,
por
ese abrazo que no llega a ahogar
y
porque la ojerosa envidia no tenga alojamiento
en
nuestra casa».
Rosales
y Federico están vivos, nunca murieron, porque laten aún
sus corazones en cada verso de Antonio: «LUIS ROSALES CAMACHO,
DE GRANADA, / ya en Nueva York, después de muerto. / ¿Después
de muerto quién, él, Federico, / Nueva York muerta? /
Nunca llegó a decírmelo. Lorca está vivo y él
está vivo…».
Pero
el poeta es también hombre, y sabe que la vida es un segundo,
que no bastan las manos, que es alma el ser entero. Por eso recorre
la historia del mundo y de la literatura y de quienes ejercieron de
poetas y filósofos. A través de sus ojos veremos

«En
Central Park llorar a un niño seguramente pobre / lágrimas
de mocos como casi todos los niños españoles / en la
posguerra.»; nos hablará de que «Los yankis más
rupestres / creen aún que el comunismo acecha, / que lo ha
importado un negro, / un error democrático…»,
insistirá en «hablar seriamente, muy seriamente»,
nombrará en los nombres la poesía total, la misma que
persiguió hasta la extenuación su maestro Rosales, «por
eso ahora vamos a hablar / como siempre de poesía / -la poesía
es la máscara / que nos descubre-», y en esa búsqueda
de la poesía total se hallará así mismo, al
poeta que canta y llora en los atardeceres, junto al Darro y Sierra
Nevada o la Alambra, y se le irá un suspiro ¡Ay,
Granada!, la del Rosales calumniado y la del Federico fusilado,
Granada con sabor a odio y sangre.
Título:
Nueva York después de muerto
Autor:
Antonio Hernández
Edita:
Calambur (Madrid, 2013) 16 €
En
los ojos del poeta otros ojos se miran en el lecho de muerte: «Abrió
un ojo sonriente, como / quien no quiere tratos con el luto. / Y al
volver a cerrarlo presentimos, / unificados por la voz del alma, /
que algo acababa de estrenarse / arriba, en las estrellas».
Nueva York al fondo, trascendida, encumbra al hombre cabal y al gran
poeta que es Antonio Hernández.